Al dormir sentí una extraña fusión, mi espíritu y mi cuerpo ya no eran mios, más bien eran de unos cuantos sueños con los ojos abiertos.
Había sido un día especial, el rio verde con enbarcaciones lejanas, las gaviotas que cantaban como aves desconocidas en nuestras cabezas, el silencio, la paz y un mundo propio entre dos personas, que comenzaban una amistad, Daniel y yo.
Caminamos largo rato, era interminable aquel recorrido, más tarde tras leves sonrisas, Daniel accedió, me acompañaría a un lugar del que no tenía buenos recuerdos, o que simplemente no aceptaba. La iglesia, para él una institución en decadencia, para mi tal vez la casa que representaba aquella de Dios, donde se encontraba la meditación y el olor a flores e inciensos, un gato blanco y gordo salió a nuestro encuentro, precedido de un anciano canoso y triste, me asustó por un momento, luego supe que era Dios, tal como decían los cuentos antiguos, un anciano mal vestido, era el mismo Dios, que ponía en juego la caridad de los llamados cristianos. Le sonreí, Daniel esbozo una sonrisa suave, tal como era su corazón, luego salimos de aquel lugar, al bullicio externo llegada la tarde nos separamos, sin saber que habíamos sido, dos amigos que no compartían hace muchos años y que volvían a encontrarse. Allí las palabras eran obtaculos y solo importaba la compañía.
Llegó la noche y soñé entonces con Daniel eramos una sola persona, era mi prolongación, era la señal que había esperado, Aquel amigo y compañero de mis sueños había sido encontrado.
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