Despacio, como un leve roce de los cielos, se acercó a ese último suspiro que siempre se percibe. Acarició el entorno de paredes, un cielorraso enmohecido, ese pendular de lámparas ajenas a pensares, la sedentaria vida de su cómoda, el trasluz de una ventana, esas pequeñas mesitas paralelas, albergando las fuentes de su vida. Un diminuto tic tac insistía en su monótono sonido, para trasladarla al compás de aquellos tiempos, mientras la agonía seguía entrando y saliendo de su cuerpo. El aire se había perdido irremediablemente en las bocas de otros sueños, en esas pálidas memorias de un ayer maltrecho, ahora valorado.
Y tras el pequeño vuelo de cortinas, su mirada se rindió en ese ultimátum sin tregua.
La calle fue su única testigo, de cortejos y de flores, trasladando aquellas formas. Después, la misma habitación, un velo de lámparas prescindiendo de su cuerpo, el agónico quejido de esa cómoda, dos abandonadas mesas sin retorno, la quietud tras los cristales, el agónico tic tac amparando sus desvelos, esos deteriorados muros a la espera, bajo un techo descascarado y cruel.
Ana Cecilia.
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