Pintaba sus uñas con un esmero esforzado, del color que, con su piel extremadamente clara, y sus rasgos de inocencia, resaltaban su feminidad.
Tarareaba una canción en voz baja, y su pelo caía hacia un lado como una cascada sin fuerza. Él la miraba desde el otro extremo de la mesa, en silencio, embriagado por el olor al cigarro que a un lado del pequeño cenicero desprendía un humo claro y volátil.
Miró sus uñas y sonrió contenta, sabía que a él le gustarían, y eso la hacía sentir mucho más deseada.
Esperó un rato balanceando sus manos de un lado a otro para que el esmalte rojizo se secara por completo. Él continuaba perplejo admirando su belleza felina, y su mirada desinteresada.
Intentó acercarse a ella, pero la distancia mucho más apreciable que el mismo espacio, le hizo recordar que era imposible, que sólo estaba allí para mirarla. Sólo eso.
Algo la hizo dejar de sonreír y miró a su alrededor. No podía ser nada, estaba sola en casa...
La impotencia le llegó al corazón y su mirada se volvió de pronto aún más desvalida; estar allí, amarla y desearla, sabiendo que lo estaba esperando, sin resignarse a su partida definitiva, era lo que más lo hacia sufrir. Las sombras de un amor existen porque en ellas vivió la luz.
Apenas unos cuantos ‘Te quieros’ insuficientes que susurró a sus oídos, y unas cuantas caricias sosegadas, de esas que la huella la deja con el tiempo, cuando ves lo que has perdido... Esa sensación voló hacia ella, y sin saber por qué, comenzó a llorar, rasguñó sus uñas contra la pared, gritando el nombre de su amado. Él se acercó lo más que pudo a ella, e intentó consolarla, pero de nuevo una vocecilla se acercó y le dijo: “Esta no es tu vida, ya la perdiste, ahora sólo puedes mirarla..”
Allí quedó ella, llorando mientras su foto se llenaba de lágrimas opacas, y sus ojos se entornaban cada vez más tristes. Sólo su cabello podía abrazar su fina espalda.
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