Cuando era niño, no tenía esa inocencia y credulidad típica de los infantes. Me acuerdo de la noche de navidad cuando apenas tenía ocho años, mi padre entró a nuestra habitación despertándonos, mi pobre hermanito tuvo que abrir con mucho esfuerzo los ojitos. Mi progenitor, con un encanto algo forzado, nos mostró los regalos que había traído Papa Noel para nosotros. No recuerdo bien porqué, pero yo ya estaba al tanto de esa fantasía, quería decirle a la madura persona parada frente a mí, que no mienta, que los regalos los había comprado él, pero vi la alegría y sonrisa de ambos, del niño y del hombre, así que decidí dejarlos disfrutar de su ilusión.
No fue fácil mantener mi recio escepticismo. Una de las mayores pruebas por la que pasó, se dio un nublado día de mi décimo otoño, cuando jugaba en el jardín con unas canicas multicolores, solo como era costumbre entonces, porque que mi hermano murió unos meses antes, en un “absurdo accidente de tránsito”, por lo menos eso dijeron en la televisión, mis padres evitaron que yo vea el cadáver. Una canica de franjas verdes, rojas y azules se coló por un hoyo que mi madre había hecho en sus trabajos de jardinería, yo la perseguí y trate de sacarla de la trampa; pero me sorprendí al ver algo que se escabullía por el agujerito, pensé primero que se traba de un animal o algún objeto; por ello, con las manos empecé a escarbar, hasta que del subsuelo salió, repentinamente, echándome tierra al rostro, un diminuto hombrecillo, de unos veinte centímetros de altura. Me miró con sus ojos anaranjados, el encendido color era el predominante en este insólito ser, era como si todo su cuerpo estuviera bañado por una jalea de mandarina. Mientras trataba de salir de mi estupor, él soltó una risilla escandalosa señalándome socarronamente con el dedo y luego salió corriendo, sus pequeños y cortos pasos se asemejaban al de un roedor. Yo fui tras el chiquitín, éste cruzó entre las rejas del vergel saliendo a la calle, lo observé doblar la esquina y de ahí nunca más lo volví a ver. Regresé confundido a mi casa, revisé nuevamente el agujero para ver si encontraba alguna pista de lo que había ocurrido, hallando sólo un coloreado cubito del tamaño de mi canica perdida. No puede ser, no puede haber ocurrido, pensé, debe ser el dolor por la perdida de mi hermano que me hace alucinar cosas -siempre yo tan maduro- decidí no contárselo a nadie, no vayan a creer que estoy loco, cogí el cubito, que seguramente también era un desvarío de mi apenada mente, y lo guardé donde nadie lo viera jamás.
Ha pasado mucho tiempo de esos sucesos, mi recio escepticismo ha perdido su fuerza. Soy médico y hoy me visitará la madre de un paciente de cáncer, la enfermedad se encuentra muy avanzada y no encuentro palabras para explicarle la gravedad de su hijo. La enfermera me anuncia su llegada, la hago pasar, la invitó a sentarse y empiezo el angustioso monólogo, ella me escucha atenta, sus ojos parecen perder brillo con cada palabra que pronuncio. Por fin, termino.
Doctor, entonces, no hay posibilidades para mi hijo- me dice desesperada.
Señora no pierda las esperanzas, en la medicina ocurren curaciones extraordinarias, vaya tome la mano de su hijo, él la necesita- no sólo lo dije por calmarla, mis palabras eran sinceras.
Cada vez que digo algo parecido al familiar de un enfermo desahuciado, meto la mano al bolsillo de mi mandil y aprieto fuerte mi antigua canica multicolor transformada en un cubito. Estoy seguro de que en el mundo ocurren cosas extrañas, que la razón no logra entender, y muchas veces, nos aferramos a ellas como un náufrago a su balsa.
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