Lo despertó el jadeo, el murmullo de voz grave y palabrerío sin sentido.
En el momento que la abrazó en la cama, ella gritó. Ese grito era el ruido del espanto de quien se ha asomado al infierno y ha mirado dentro.
-Era una pesadilla, querida... tranquila... tranquila. Ya pasó, ya está bien. Aquí estoy -dijo.
Le rodeo el cuerpo con los brazos, la acunó, le acarició el cabello y dejó que las lágrimas de ella le rodaran por el hombro y la espalda. Sintió el corazón palpitante pegado al suyo y el olor del miedo. Y es que las pesadillas llegaban -de noche en noche-, de la mano de los espectros, a la hora de los demonios.
El reloj despertador decía que eran las dos y media de la madrugada.
Cuando ella consiguió el mínimo sosiego, él se levantó de la cama. Se inclinó sobre su rostro, le besó la frente y después, en la cocina contigua, le preparó un té y se lo dio sorbo por sorbo en la boca, como a los niños hasta que la taza quedó vacía.
Mil caricias y quince minutos después, la mujer dormía, sosegada.
Entonces él, ahora insomne, rodeado por sus propios fantasmas, aterrado y solo para enfrentarlos, encendió el primer cigarrillo de la madrugada.
© Simon Paterson |