Felisa salió de la cocina después de fregar todos los platos. Apenas había mucho que fregar: dos platos, dos cucharas y dos vasos. Hoy la cena había sido bastante ligera. Apagó la luz al salir.
Entró en el comedor, la luz estaba apagada y la habitación estaba iluminada por el resplandor del televisor. Allí, al final de la habitación, sentado en su sillón, estaba su marido, Juan. Estaba totalmente quieto, con la boca abierta. Sus ojos reflejaban una gran concentración o interés. Pero Felisa sabía que no era así.
Se dirigió al armario, cogió varias cajas de medicamentos y sacó unas pastillas. Se había olvidado el vaso con agua así que volvió a la cocina. Cuando volvió cogió las pastillas de la mesa y se dirigió a Juan.
- Juan, es la hora. – ante ella se giró un rostro casi indefinible, dominado por el asombro y la indiferencia. Parecía como si no se acordase – La hora de tus pastillas.
La cara cerró la boca y, aún con los ojos de par en par, asintió. Felisa le hizo abrir la boca y le metió las pastillas, luego le acercó el vaso de agua y se lo fue haciendo beber inclinándolo.
- Hoy ha llamado tu hijo – de nuevo una cara de sorpresa pero también con extrañeza. - Me preguntó que tal estabas – Felisa sentía como si sus palabras se perdiesen en la habitación, su interlocutor era como un ser inerte – Deberíamos ir algún día a verle, necesitas andar.
Y se hizo el silencio, Juan ni siquiera asintió. Pero era un silencio solo aparente, pues en la mente de Felisa las palabras surgían como el agua de una fuente. No comprendía, no entendía, nadie había podido explicarle su situación. Habían sido más de 50 años juntos, y ahora como si nada, como si ella no hubiese existido para su marido. Cada día se levantaba con un desconocido, con una marioneta, tenía que mover sus hilos para que ésta se moviera y a veces pensaba a escondidas en cuán pesada era su carga a sus 76 años. Pero era su marioneta, la única persona a la que había querido tanto tiempo, y aunque ahora no fuese él, lo seguía queriendo.
En el reloj del comedor, que estaba junto a las fotos de su hijo y la de su boda, asomaban las 10 de la noche. Tendría que acostarlo.
- Juan, hora de dormir – aquel cuadro con una expresión de incomprensión volvió a aparecer ante su mirada.
Lo levantó y lo llevó cogido de la mano a la cama, muy lentamente. Allí lo desvistió y le puso su pijama, luego lo acostó. Ella se dirigió al lavabo. Observó su rostro. Las arrugas de la edad no la habían perdonado pero las de las preocupaciones simplemente la habían avasallado. Veía su cara cansada y no lo deseaba más. Se lavó los dientes y se dirigió a la cama. La noche fue tranquila. El amanecer no.
Felisa se despertó, no podía dormir más. El reloj le hizo saber que eran las 7 y media. Se levanto a beber agua y volvió a su habitación. Zarandeó un poco a Juan, que yacía firme, casi como un muerto. Tenía la boca abierta, como casi siempre. No se despertó. Volvió a zarandearle, esta vez más fuerte, le llamó.
- Juan, ¡Juan! Despierta. – su marido no respondía, se alarmó. Siguió llamándole - ¡Juan, JUAN!
A Felisa le entraron temblores, pensamientos horrorosos campaban por su mente, no podía creerlo. No quería creerlo. Juan seguía en la cama, parado, sin abrir los ojos. Felisa decidió llamar a su hijo. Marcó el teléfono. Tenía suerte, era domingo y no trabajaba.
- ¿Francisco? – dijo al oír un “¿Sí?"
- Hola, mamá, ¿qué pasa? – su hijo dedujo que había un problema, al fin y al cabo aun no eran las 8 de la mañana del domingo.
- Tu padre, está en la cama y no se despierta, lo he llamado y... lo he llamado y... - Felisa no podía contenerse, entre sollozos dijo las palabras que más le dolía – creo que está muerto – Felisa echó a llorar.
- ¿Qué? – contesto su hijo alarmado - ¿Cómo lo sabes?
- Yo... yo... no lo sé, ven.
- Ahora mismo voy, mamá – dijo Francisco muy nervioso.
Y colgó. Felisa se quedó aun cinco minutos con el auricular en la mano, temblando. No sabía que pensar. Volvió a la habitación. Seguía allí, parado, sin despertarse.
Su hijo llegó a los 10 minutos, despeinado, muy nervioso. Abrió con su llave y entró, al llegar a la habitación vio a su padre tal como lo había visto su madre. Felisa entró a la habitación. Su hijo estaba con la oreja en el pecho de su marido.
- Creo que respira, pero muy débilmente, tenemos que llevarlo a un médico.
A continuación cogió a su padre en brazos y le dijo a su madre que cogiera las medicinas. Lo bajó al coche y lo sentó en el asiento de atrás. Su madre entró en el asiento de delante y condujo rápidamente hacia el hospital.
Al llegar entraron por la puerta, enseguida una enfermera los vio y les preguntó que pasaba. Ellos explicaron todo, Felisa estaba muy nerviosa y tartamudeaba.
Seis horas después Felisa estaba sentada en una silla y Juan, su marido, con una bata blanca y estirado en una cama, en la habitación 154 del hospital. Le habían dicho que estaba en coma. Entre la vida y la muerte. En su lucha decisiva.
Durante la semana siguiente Felisa pasó día y noche junto a su marido. Sólo un día aceptó cambiar su posición por la de su hijo y dormir en casa. Durante esa semana recibió visitas de todos sus hijos, dándole ánimos, abrazándola. Ella no había mostrado ninguna lágrima. Solo lloraba de noche, cuando con la pequeña iluminación de la luz del pasillo se encontraba a solas con su marido. Cada noche se dejaba llevar por los deseos de llanto, esos deseos que reprimía por el día. Su marido estaba ausente, en otro mundo, y ella no podía ayudarle. Por segunda vez en su vida vio como su marido se le iba.
Dos noches después. Felisa estaba medio dormida en el sofá de la habitación. Estaba en una posición bastante incomoda por eso sólo conseguía dormir durante poco tiempo. Abrió los ojos y escuchó movimiento. En la cama que tenía al lado alguien había despertado. Juan había despertado. Ante los ojos de Felisa aquella cara, hacía poco, indiferente y confusa había recuperado su vitalidad. Los labios se movieron:
- ¿Felisa? ¿Qué hago aquí? ¿Qué ha pasado?
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