La tristeza ya había llegado. Todo había pasado. La oscuridad reinaba en aquel mundo de tinieblas, sólo lastimado por la mancha amarilla de la luz con que el foco de la calle rompía el lúgubre cuadro. Con dificultad era traspasado por aquella luminosidad, que superaba los barrotes de la ventana y que a su vez, dejaban su marca en aquel oscuro espacio.

De vez en cuando, algún automóvil pasaba a baja velocidad, dejando al descubierto la soledad y precariedad de una silueta de Juan, casi no humana al fundirse con las tinieblas. Quien se mostraba sentado con las extremidades estiradas como un acto de pureza y cansancio, y cuyo cuerpo contra la pared, estaba forrado por una camisa de género negro tal cual su pensamiento y unos jeans del mismo color.

Se movía sin hacerlo, cautelosamente en la penumbra de la noche al fondo de la habitación. Su figura, sin ser violada por el albor del exterior que por diez centímetros no tacaba sus botas de cuero, bailaba en la imaginación de la lobreguez como una luciérnaga de media noche, pero que a la vez exponía en sus músculos, mantenidos estoicos, una solemne la tranquilidad.

Es así como aquella puerta al silencio sólo dejaba escuchar un ruido, un único murmullo en la noche, el de la respiración que fugaba a veces a llanto y a gemidos, pero que siempre seguía una misma melodía, como si la sinfonía de la agonía y la tristeza estuviese allí, más presente que ayer, que hace una hora y que hace un minuto.

De pronto, este llanto que ya se había transformado en ronquido cesó, parando la danza que realizaba el tórax del individuo cobijado en el mundo de sus pensamientos, intentando recordar la causa de lo que lo rodeaba. Así pues recordaba a una mujer, su esposa, de tal talante y belleza que con sólo recordarla, erguida sobre él en la danza del amor, lo hacía alegrarse en la tristeza de aquella noche.

Pero de pronto algo se interpuso en su imaginación, la evocación de una imagen, la del engaño y de luego un arrebato, la ira, que concluía en una escena horrorosa pintada de sangre, y cuyo final estaba ahí al lado suyo, en aquel bulto que apenas alcanzaba a ver con el reflejo de la luz del foco, y cuya luminosidad se había ido, dejando aquella sustancia cubierta por una manta roja que envolvía el bulto deformemente casi por completo. Su respiración volvió a fluir y los ronquidos volvieron, junto con el silencio que gritaba con gran fuerza que todo había pasado.

Entonces ahí entendió y recordó todo. Todo lo olvidado y no comprendido en la soledad de la larga y triste noche.