El frío cristianismo invadió su alma mientras entraba a la iglesia. Detrás, una manifestación de ángeles se le acercó, entre alas y plegarias. Pudo sentir ese hálito divino cuidando su resguardo, mientras se arrodillaba en la quejosa madera, para ejercitar su rezo diario. Las secuencias no tardaron en llegar a su mente. Primero el pastor, luego la niña, el cordero, las cruces, el fuego, los gemidos. El miedo rondaba ese refugio de sus sienes, en una confusa lucha de pecados. Se incorporó lento, con los ojos deshechos por las lágrimas, en una compulsa de espejismos. A su lado, la tarde bifurcaba esas miradas tras cientos de vitrales coloridos. Hasta que sus brazos se extendieron hacia el altar, bajo una mueca de resignación. Entonces la noche se introdujo en una etérea brisa de murmullos, fiel testigo de la redención humana.

Ana Cecilia.