Li-bro. Liii-brrrooo. Me deleitaba arrastrando todas y cada una de las pocas letras de aquella palabra mágica. Libros. Mi padre los tenía a montones, a patadas, a puñados. Los tenía de todos los colores y de todos los tamaños, los tenía de ciencia y de ficción, de aventuras, los tenía de terror y los tenía de cuentos. Kilos y kilos de papel abarrotados de letras, que a mí se me antojaban hormiguitas que, aburridas de su mundo de celulosa, ansiaban saltar a mi mente y convivir con otras letras que les contaran nuevas historias de nuevos mundos. Li-bro. Pero yo no sabía leer, y tampoco podía. Era ciego.