SEPULTURA EN LA NIEBLA
Lisandro y su pequeño hijo Mario partieron silenciosos de la aislada vivienda. Esa marginal casucha era la única que levantaba sus maderas heroicas en kilómetros a la redonda. El paisaje rural, que se erguía apenas entre las densas tinieblas, era asperjado por tímidos chorros procedentes del mordido disco de la luna recién nacida. La luz tibia y desteñida, que se desplomaba desde las alturas sobre la nebulosa oscuridad sin término, no conseguía domar la negrura salvaje e inmemorial, a pesar de hallarse ya la noche herida por los arañazos luminosos de las luciérnagas multiplicadas. El mudo grito de la soledad se oía ininterrumpidamente. El cerro, las rocallas, los árboles, las hierbas y los arbustos estaban sumergidos, parecían estar consumiéndose en un callado fuego interno que dejaba escapar un humo blanquecino y vertical que ascendía desde la tierra misma haciéndose omnipresente: la niebla acechaba por todos los flancos.
Los dos seres caminaban con parsimonia. Lisandro cargaba una pala en la diestra y un bulto ataviado con blancas telas en la mano izquierda. Su hijito Mario, en su levantado brazo derecho, portaba una lámpara de queroseno. Vistas a través de la vacilante leche lunar, las dos figuras se movían espectralmente como sombras, como si flotaran en lugar de caminar. Los pies avanzaban sin prisa, copiando fielmente la forma serpenteante de la delgada cinta del caminito. Se internaban en la espesura del bosque, en la enmarañada jerigonza verde de hojas y ramas. El silencio, apenas quebrantado por el unánime cri-cri de los grillos, crecía en círculos concéntricos como las ondas que surgen en la piel de las aguas quietas al recibir el impacto de una piedra rebelde.
-¿Falta mucho, papá? Tengo sueño -dijo Mario y las sílabas resonaron auténticas, como pronunciadas en combinación por vez primera.
Las palabras secuestraron a Lisandro de su abstracción. Sus ojos recuperaron el foco de la realidad y vieron el rostro inquisitivo de su hijo. Entonces comprendió la pregunta, que aún flotaba solitaria en el ambiente, e intentó una respuesta:
-Ya oigo el murmullo del arroyo, estamos cerca. Dormirás cuando regresemos a casa.
Luego de ese corto diálogo, casi mímico, cada uno volvió a caer en su ensimismamiento, a continuar su mecánico y apesadumbrado caminar por sobre la vegetación aplastada, con el objeto de deshilar la distancia. Numerosos murciélagos emergían de sus escondrijos entre los árboles agujereando las blancas tinieblas de la niebla y haciendo vuelos rasantes sobre las dos cabezas meditabundas. Parecía que irían a dar de lleno contra algún tronco; sin embargo, milésimas antes de que se produjera la colisión, desviaban su curso con agilidad de prestidigitador. Las lanudas espumas de las nubes pendían cada vez más bajas, se confundían con las cosas terrestres desdibujando sus siluetas en oníricos ambientes gaseosos. Costaba cada vez más observar el sendero, los rayos de visión eran amortajados por la infinible cortina. La niebla era casi sólida.
Mario detenía de tanto en tanto su marcha para cambiar la lámpara de un brazo a otro. Sus cortos cuatro años de edad no le dejaban entrever el motivo de aquella visita tardía al oscuro corazón del bosque. Los árboles, enyesados de niebla, contemplaban todo lo que acontecía, sin perderse detalle, como para una futura declaración de testimonio que jamás les sería solicitada.
-Este es el arroyo, debemos seguir avanzando por sus orillas -dijo Lisandro, y sus palabras encontraron a Mario contemplando el cenit.
El cuerno esplendoroso de la luna se reflejaba en las ondulantes y horizontales aguas del arroyuelo y daba la impresión de ser un animal sumergido. Mario se imaginó de repente que aquel cuerno desleído abandonaba el agua lentamente y que salía a la orilla convertido en la cima de un luminoso minotauro huido de vetustas mitologías. El avance cansado proseguía en las márgenes del arroyo que murmuraba su canción milenaria, ignorante de la inmensa pena que destrozaba el pecho de uno de los seres que hollaba el oro muerto de sus arenas.
La congoja de Lisandro aumentaba proporcionalmente a la distancia que iba recorriendo. Una onda de frío glacial ascendió verticalmente desde sus pies hasta su cabeza, arremolinando su pensar. Calculaba, meditaba, reflexionaba; sus inextricables pensamientos divagaban volátiles como sinusoidales fantasmas de humo. Su mente estaba ahogada, hundida, sumergida en la penumbra rojiza de un monólogo interior: "¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué? Ya hace dos años te llevaste a uno de mis hijos, cuyo recuerdo entre las parras de mi memoria no conoce de vendimias. ¿No fue suficiente con eso? ¿Por qué ahora me arrebatas a la bebita recién nacida? Si el sufrir da lustre a las almas, ¿no está brillante ya la mía? No debí traer a Mario, pobrecito, es tan pequeño aún. Me pregunto si su mente puede ya entender el concepto de muerte, de no-ser. No debí traerlo, pero era menester, pues la lámpara no cabía ya en mis manos y tampoco podía dejarlo solo. El pobrecito cree que su hermanita recién nacida reposa en casa, en una humilde cuna que es ocupada por una engañosa almohada. Nélida también lo cree, se echó a dormir apenas la tierna bebita asomó la cabeza al mundo. La vio, le sonrió y luego se durmió, vencida, derrotada por el cansancio inmenso de dar vida. Ahora está en casa soñando plácidamente, sin saber que la niñita ha muerto, apenas cuatro o cinco minutos de vida y murió, dejó de respirar, empezó a enfriarse su cuerpo por la ausencia de un alma. Dios: ¿por qué vuelves a poner a la muerte en mi camino? Espero que Nélida pueda soportar la enlutada verdad cuando despierte y me pregunte dónde está el bebé que durante nueve meses incubó en sus entrañas".
El pequeño Mario se aferraba a los pantalones de su padre y contemplaba, temeroso, las fantasmagorías neblinosas que el paisaje alucinógeno ofrecía a sus ojos somnolientos. El instintivo y ancestral temor a la oscuridad le latía en las sienes. Pestañeantes, florecían y fosforecían los mua entre las tinieblas.
-Hemos llegado. Este es el lugar- dijo Lisandro, señalando con el dedo una cruz pequeña esculpida a cuchillazos en la ruinosa corteza de un árbol.
-¿Qué vamos a hacer aquí, papá? -inquirió Mario.
-Sepultaremos un tesoro. Arrima tu lámpara a esta planta.
El padre escogió un árbol vecino al que llevaba tatuada la cruz en su áspera piel. Lisandro puso en el suelo el pequeño bulto envuelto en trapos blancos que traía en la mano. La tristeza ensombrecía su rostro y se anudaba en su garganta. Los mosquitos marcaban su presencia danzando invisibles a su alrededor, dejando una huella sonora por sus tímpanos aletargados. En aquella hora fetal el aire era plomizo, costaba respirarlo, se hacía cada vez más difícil introducirlo en los pulmones. Lisandro aferró entre sus manos la pala y empezó a cavar en las inmediaciones del vegetal escogido. Estrellaba la aguda punta metálica una y otra vez contra la sólida epidermis del suelo. Mientras hurtaba tierra a la tierra pensaba: "¡Oh! Cuánto deseé no volver más a este lugar. Retorno a él después de dos años, traigo a alguien que hará compañía al otro infante de mi alma cuya vida fue cortada por la Vida. Yacerás aquí, preciosa niña, cerca de la tumba de tu hermanito, entre las raíces de este árbol corpulento. Tus huesos roídos tendrán compañía, hijo mío. Tu pobre hermanita dormirá el sueño eterno cerca de ti. Este es el segundo fruto de mi sangre que entrego a estas arenas. Ya antes esperé no volver jamás con esta misión, pero heme aquí nuevamente. De todas formas conservo la esperanza de jamás regresar. Reposen en paz, hijos míos, mis lágrimas no alcanzan para llorar la hondura de mi desdicha".
Cuando el hoyo tuvo la suficiente profundidad, Lisandro dejó la pala al cuidado del erecto tronco del árbol. Un sudor triste se escurría por sus manos exhaustas y arenosas. Alcanzó el liviano paquete donde llevaba envuelto el inerte cuerpo de su hijita, estampó un beso trémulo en la frente congelada y luego lo depositó en la recién abierta cavidad. Largo rato se detuvo a contemplar el níveo atado que contrastaba con el tinte rojo de las arenas que componían la bondadosa placenta. Desgranó unas oraciones que ascendieron atravesando la atmósfera para luego perderse en la inmensidad del cosmos. El llanto reptaba por sus mejillas, los fragmentos de cristal que se desprendían de sus ojos caían y morían consumidos al contactar con la sedienta tela de su vestimenta.
La pala volvió a encontrar hospedaje entre esas manos a las que la azada y el hacha no eran desconocidas. Empezó a devolver al suelo sus arenas. Los montoncitos de tierra fueron esparciéndose sobre el frío fardo; la imagen recordaba a una piel invadida de sarampión hasta que, paulatinamente, las arenas la tragaron por completo. El cuerpecito quedó abandonado al amparo maternal de la tierra. El brillo impuntual de las estrellas contribuía a hacer más liviana la tarea de la única lámpara que portaban, cuyo relumbrar negligente y arrastrado dejaba vislumbrar ya los últimos estertores de agonía. Las lágrimas gruesas que surgieron con los palazos finales fueron bebidas por el suelo piadoso.
Lisandro observó que Mario se había arrodillado para contemplar mejor la escena. A pesar de la pálida y ya cadavérica luz que producía la lámpara, vio que sus ojos también criaban lágrimas y tuvo la certeza de que su pequeño había comprendido la situación, se sintió seguro de que el único hijo que había logrado superponerse a la fiereza descomedida del destino ahora entendía el concepto de muerte. Ambos, padre e hijo, desandaron el camino, sin pronunciar palabra, unidos por algo más que la sangre, hermanados por un llanto que surgía límpido e incesante desde los profundos manantiales del alma. |