Iba caminando entre el mar y el cielo, con pasos lentos y temerosos, pero parecía conocer el camino. Cuando el mar comenzó a ponerse verde, el susto invadió su inocencia, pero al contemplar que sus pasos no se desiquilibraban en aquella extraña contextura, recobró su confianza para continuar con su andar. Ese suelo diferente. Como endurecido pero esponjoso a la vez. Muy extenso y parejo, parece engañoso. Cada vez más, los pelos verdes que florecen del suelo parecían crecer mientras el lejano se volvía horizonte. Alicia, erizada como gato, disminuye su empeñoso paseo al sentir la brisa pesada contra ella. Cada vez costaba más caminar con aquel viento. Olía a girasoles.
Ya no hay más campos verdes, ahora sólo se asoman en alturas, unas extensas manos gruesas y cafés desapareciendo en sus cumbres. Desconocidas, arriba sus dedos parecían tener esas bellosidades del suelo anterior, con una frondosidad intimidante. Alicia apenas podía reconocer algunos pedazitos de cielo. Éste desaparecía y se perdía entremedio de las manos ajenas. Caminaba entusiasta y sentía cómo el rose de las grietas duras y secas raspaban su suave blanca piel de petalos. El olor a girasol estaba por todos lados, era saturador. Pero para Alicia, irreconosible. Ella sólo sabía caminar, caminaba y seguía hacia adelante, perseguía sus pasos, y seguía caminando, siguiendo sus pies. Se envolvía entremedio de sus vestidos azules, para que esas manos asperas no la rasguñaran. Asustada derrepente, comienza a correr. Sus largas calcetas blancas se ensuciaban con la espesura cafesosa que salpicaba a cada paso que ella daba. Ya media cansada, empieza a detenerse, para recuperar el aliento. Se inclina y cae rendida al suelo. Pero el suelo no la resguarda, ni la ensucia, más bien es ella la que ensucia. Lentamente sus colores se desvanecen como derritiendose, impregnando el oscuro suelo. Se hunde, y vuelve a ser un personaje de cuento en los blancos y lisos planos.