Habían pasado 15 minutos desde que la energía eléctrica se había ido. El calor en mi habitación era ya insoportable; las velas que había colocado para iluminar mi lectura lo acentuaban más todavía, pero las necesitaba si quería seguir escribiendo. En un momento dado quedé totalmente empapado de sudor. Irritado e imposibilitado para continuar con mi labor, decidí reclamar a la casera por segunda ocasión, pero sabía que sería inútil, pues me había dicho que ella no era la culpable del apagón. Me puse de pie, abrí ventanas, cortinas y la puerta del corredor, con la esperanza de recibir una pizca de aire. Hice todo por calmarme, respiré profundamente y de pronto recordé que muchos dicen que si te quedas inmóvil cuando hay calor logras refrescarte gracias a la evaporación del sudor. Así que me coloqué frente al escritorio; estaba rígido y derecho como un soldado viendo la flama de una vela que iluminaba sin parpadear debido a la nula corriente de aire. Nunca como aquel momento deseé tanto los beneficios de un aire acondicionado, o por lo menos de un ventilador. Estuve así como 30 minutos, con los ojos fijos en la flama. No lograba refrescarme, por el contrario, la deshidratación comenzaba a hacer mella en mi estructura. Sentí un fuerte mareo y todo comenzó a dar vueltas, luego sentí que mi cabeza era la que daba vueltas sin que yo pudiera controlarla. En el escritorio las hojas comenzaron a volarse y las flamas de las velas a titubear hasta extinguirse. Quizá porque ya no eran necesarias, pues la luz había regresado. En ese momento entró la casera, recogió las hojas del suelo, me tocó en el ombligo y me apagó.