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Un gato tuerto, arrebujado por una sucia manta, maullaba mientras presenciaba ese terrible espectáculo.

Un flacucho muchacho atado a una cruz de madera, sufría una golpiza extrema. Muchos días había estado en ese espantoso calabozo, pero esa sería su última noche. Sabía que ya nunca vería el alba. Rodeado por fétidos olores, desquiciado con una sed enloquecida, miraba a su amo.

Su figura angelical contrastaba con el lúgubre paisaje de ese agujero infernal. Sus manos sangraban, al igual que sus rodillas y su torso.

Su cara estaba empapada de sudor y lágrimas.

El brujo tomó el látigo y lo utilizó con gran maestría. Sólo se detuvo para tomar agua. Su víctima parecía agradecerle con su mirada ese instante de piedad. El muchacho tomó aire y se relajó por un instante. Pero entonces un extraño movimiento lo sorprendió. Un intenso dolor y un río de sangre lo hicieron temblar.

Cuando se recuperó, pudo ver su oreja izquierda tirada junto al maloliente balde lleno de vómito que lo acompañaba. Estaba enfermo. La peste había llegado al pueblo y el había estado en contacto con varios cadáveres. Pero eso ya no importaba.

Sabía que lo estaban matando de a poco. No podía comprender tanto ensañamiento. Tamaño castigo físico parecía inhumano.

Por muchos años le había servido con intachable fidelidad, pero ahora el lugar del sudor era ocupado por la sangre. Su propia sangre, que brotaba a través de sus heridas.

Cuando su amo dejó el látigo, se le escapó un suspiro de esperanza y por un momento cerró sus ojos creyendo que lo perdonaría. Pero cuando abrió sus ojos comprendió que el más oscuro sentimiento de su Señor estaba rasgado por la impaciencia. Con su mejor espada estaba a punto de cortarle las piernas. Apretó los dientes para afrontar tamaño impacto. Sin embargo su atacante se detuvo.

Con ojos cansados, el brujo disfrutaba como la sangre brotaba y teñía de rojo el piso. Por última vez se puso cara a cara con su alumno y le quitó con vehemencia los harapos que ocultaban sus genitales. Tomó dos pasos de distancia y esperó que el muchacho ensayara una súplica, pero éste no pudo decir nada. Con una furia desmedida utilizó su espada para despojarlo del instrumento de su pecado. El grito retumbó en el lugar como un alarido animal.

Su maestro se tomó un segundo para disfrutarlo y luego completó su ceremonia, cortando su cabeza en un solo movimiento.

El lugar quedó envuelto en un silencio sepulcral. Ya no había tiempo para palabras. Muy lejos había quedado el momento de pedir perdón. Atrás había quedado esa noche de pasión. Ahora sólo Dios podría saber que cruel final tendría la mujer de su amo, que esperaba en el otro calabozo su triste final.

Texto agregado el 19-09-2005, y leído por 175 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
10-03-2006 Me ha atrpado la lectura, de principio a fin...Debo decir que es muy buena. El final es inesperado, los detalles cargados de imágenes que se recrean a lo largo del relato... cinco estrellas. Hericuento
04-01-2006 genial turcoplier
26-11-2005 La narrativa en tu pluma asciende hasta la sencillez. Felicidades. peco
15-11-2005 Una infidelidad que desancadena el odio sin límites de quien se sabe traicionado. La venganza no da tregua y el perdón se conviente en utopía. Cruel historia. Muy buen texto. ***** Shou
19-09-2005 Está escrito en forma muy prolija. Creo que hace más hincapié en la descripción de la tortura que en la historia en sí (sólo un punto de vista). CK CocinasKenia
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