Estás ahí, en una mesa, ausente, mirando al infinito a través de tu café.
Me pregunto en qué piensas, donde te transporta esa lluvia de ideas que moja tus recuerdos con lágrimas invisibles.
Te ves sola, irremediablemente sola, te observo distante, sigiloso, escondido detrás de un libro que abandono solamente por instantes, para sorber un poco de café y encender un cigarrillo, buenas excusas para observarte.
Tu mirada continúa distante, abstraída.
Ahora sacas un cigarrillo, lo observas, lo enciendes y luego lo dejas en el cenicero sin volverlo a tocar, como si quisieras esconderte detrás del humo, de esa bruma artificial. De repente vuelves en ti, revisas la cartera, sacas un celular con un gesto molesto, de reproche hacia ese alguien que quiere arrebatarte ese instante tan tuyo y (aunque no lo sepas, tan mío). No contestas y luego observas el lugar, su gente, los cuadros, cruzas tu mirada con la mía, en ese instante vuelvo al libro. Siento tus ojos sobre mí, como si también percibieras mi soledad, como si me miraras a través de un espejo. Vuelves a tu café, abres una agenda y la empiezas a hojear.
El lugar está atestado de gente que habla a gritos, ríe, juega, se levanta, se va. Llegan otros, su presencia es molesta, pero que más da.
Se acerca el mesero preguntando si todo está bien, pido otro café, volteo la página del libro, ahora asesinan a un mandarín en la novela y tu al frente, inmutable. Un escalofrío recorre mi espalda, como anunciando una premonición. De pronto te levantas, recoges tus cosas de la mesa y te aprestas a partir. Das un último reconocimiento antes de salir, detienes nuevamente la vista sobre mí, te miro y te despido con los ojos, mientras secretamente me dices adiós.