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Llanto sobre un imposible.
“...dejará la memoria donde ardía,
nadar sabe mi llama el agua fría...”
Francisco Quevedo.



La amabas, ¿recuerdas, querido Miguel? Los llantos por ella, los días de lluvia, el cigarrillo eterno y la sonrisa cargada de ilusión esperando su llegada. Pero no aparecía. Elucubrabas, te perdías, soñabas con verla correr hacia tu ventana, los pinos parecerían tumbarse hacia atrás cuando ella corriera, surcaría el sendero a paso rápido y tu sonrisa de ilusión se fundiría con el éxtasis de la alegría, la inminencia de un sueño cumplido, pero seguirías inmóvil, la nariz achatada contra la ventana –cristal invulnerable entre tu y tus sueños– y sentiríamos a alguien golpear la puerta, sin duda ella. Yo le abriría, qué tal Cecilia, tanto tiempo. Todavía no, sólo la ventana, tu cara hacia atrás liberando la nariz, un cigarrillo y quedaría como soporte el consuelo de la sonrisa, indeleble, cargada de ilusión.
Cuánto tiempo ya, Miguel querido, ella afuera golpeaba la puerta de tus ilusiones. Déjala entrar, Miguelito, aunque sea que mire, que vea el caos, luego por conveniencia daría media vuelta y se iría. Tu idea era otra, el contacto, el sabor del reencuentro, caricias, confidencias, a dormir y ella comenzaría a alejarse, despacio pero con los ojos abiertos, mirada en alto infatigable, como hacia un espejismo visto en un iglú, un iglú que se expande sin cesar, hasta abarcar todo el mundo, el universo de nuestro sueños.
Y en medio de ese iglú soñarías, la verías a tu lado, la pensarías alejándose y volverías a soñar: qué te cuesta esperarla, se despediría de la hermana –la chica, la que partía a su primer viaje– y ya, tres minutos que para ti serían como una cinta de video antigua pero luego te verías tranquilo, a bordo de tu peugeot 206, tú al volante ella a la derecha, Queen de fondo y sus palabras –tu gozo secreto–, el último vestido de su madre, el negocio entre cejas de su tío, y después (más pronto de lo que podrías llegar a imaginar) ella apagaría la música y desnudaría su alma para ti (el estómago se te comenzaría a revolver hacia adentro como ciclos sucedáneos e infinitos de círculos concéntricos, te temblaría la lengua y las palabras comenzarían a diseminarse, a convertirse en la última morada de una pradera en tinieblas), momento que tu corazón guardaba como un tesoro, al fondo, oculto. Y ella ya se calló, háblale del concierto al que van atrasados, queda poco y es tu grupo favorito.
Lo sé, Miguelito, no es fácil, mira cómo comienza a acabarse tu cigarrillo y tú piensas seguir ahí frente a la ventana, qué importa la prueba de teoría del interés compuesto, que se incendie Wall Street, si ella no llega el mundo se va a acabar haya o no dólares. (Hasta el alza de la bencina es irrelevante, ella no sabe manejar, nunca ha querido, odia los autos)
- ¿Por qué no sales a caminar?
- Ella camina, yo espero. Imagina que llega y no me encuentra, te ve a ti solo y ante la decepción se va. No puedo, ella no esperaría a que volviera.
- ¿Y no temes que se arrepienta de venir? ¿Qué pasa si se pierde en medio del camino? ¿No es posible que aparezca un tigre y...?
(Me interrumpirías con ira, llevarte a ese punto era la única de hacer que pensaras en pararte, decisión que por diversos motivos –todos y ninguno– terminarías por abortar aún más desesperado)
- ¡Calla!, que te vuelva a escuchar algo así y... (se te empañaban los ojos de lágrimas, yo te iba a consolar y el tema terminaba ahí)
Cesaría nuestro abrazo fraternal, me pedirías una cerveza y al contemplar el cristal vacío lo rellenarías, así unas tres veces, cuatro quizá y luego te sentirías mejor, como nuevo. Cerrarías los ojos, no podrías hacerme creer en la versatilidad de tu sueño, sabes cuánto te conozco y que lo reconocería al instante... pero lo intentarías, por jugar, para recuperar algo de vitalidad perdida. Y más tarde el letargo sería de verdad, te quedarías dormido frente a la ventana y yo sólo cerraría la cortina, sin moverte, despacio y te dejaría aferrado a tus sueños. Después los murmullos inteligibles: “auto, tiempo, impaciencia...”, una serie de palabras inconexas, una canción oída en medio del vacío pero con la fuerza suficiente como para que yo entendiera de verdad lo que ambos hace tanto sabíamos. Que la desesperación por llevarla al concierto (que, como me dijiste una vez, para ti era como poner un pedazo tuyo dentro de ella, fundir dos almas, tapizarlas con el mismo velo) había terminado en un triste espectáculo, con música de bisturís y diagnósticos y contigo mirándola, compartiendo solamente una cruz que depositaste en su féretro, como quien regala algo con la seguridad de que será guardado por siempre, pero nunca podrá ser compartido como una ilusión común, eso que tanto añoraste, querido Miguel.

Texto agregado el 18-09-2005, y leído por 308 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
19-02-2008 me ha gustado collectivesoul
 
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