Octavo paso
A Raúl A., porque me llamó por teléfono.
Pues sí, la vida se me ha estabilizado y las cosas mejoran poquito a poco. Ya veo los frutos de volver a tener un trabajo estable —dinero para la renta, comida tres veces al día, ropa limpia y una televisión, usted sabe cómo la televisión ayuda. Para relajarme, este verano me he dedicado a la jardinería, y parece que tengo mano porque usted viera los tomates, figúrese que hasta chile congo tengo sembrado. Le cuento que me hago un chilero como para chuparse los dedos. El único problema es que ya no sé qué hacer con tanto encurtido. No se ría, es cierto, tengo como quince tarros guardados. ¿Por qué no hacemos una cosa? Deme su dirección, y para celebrar nuestro reencuentro, yo le mando un cargamentito de chileros y va a ver cómo me da la razón.
¿A Susana? Sí, la veo seguido y cenamos de vez en cuando, pero con estas cosas hay que irse bien despacio porque las cuentas pendientes son muchas y tienen que ser resueltas una por una. Como siempre, ella desconfía un poco, pero después de todo lo que nos pasó, tampoco es que uno pueda culparla, ¿no cree? ¿Usted? ¿Con un americano? ¡Felicidades! Pero entonces Julián y usted... ah no, claro, me imagino. ¡Catorce años! Púchica, me salteé década y media y ni la sentí. Lo último que supe de él, allá por el ochenta y uno o el ochenta y dos, fue que se había regresado a Honduras, pero no para siempre. Cómo va a creer, Sofía, usted no tiene por qué darme ninguna explicación. Lo pasado, pasado. No, no, se lo merece, de verdad que la felicito. Es lo menos que le puedo desear, porque ya ve lo que me pasó a mí. La felicidad es quisquillosa y si uno se descuida, pues, se le va de las manos, se lo digo por experiencia propia. Pero, bueno, para qué la aburro con una vida que nada tiene de extraordinaria. Mejor concentrémonos en el aspecto positivo de las cosas, en este nacer de nuevo, el suyo y el mío.
Sofía, más que nada la llamo para hacerle una pregunta: ¿Se acuerda de la última vez que nos vimos? ¿Sí? Pues déjeme decirle que yo me acuerdo hasta del último detalle, a mí esa noche nunca se me va a olvidar. Mónica tenía máximo dos meses de haber nacido, creo. No, Sofía, no fue que no quise seguir viéndolos, yo sé que en esa hora tan dolorosa Julián me necesitaba más que nunca. No pude, que es otra cosa, porque después del entierro las cosas no siguieron siendo las mismas. Por lo menos para mí ya nada fue lo mismo a partir de ese día. Porque, francamente, a usted yo no la conozco muy bien. Los dos sabemos que fui más compañero de tragos de Julián, que amigo de la familia. Claro, bromeábamos y todo, pero yo siempre sumergido en el licor. Me acuerdo de usted tejiendo en la sala mientras Julián y yo tratábamos de quitarnos esa sed que nunca se quita. Y siempre nos la poníamos en su casa, porque a mí Susana no me dejaba llevar a mis amigos, que eran todos como yo y por eso no eran tan amigos que digamos. La recuerdo a usted tan lejana entre los ovillos de colores y los mantelitos a medio terminar, domesticando la soledad a que la teníamos condenada. Pero también me acuerdo que se le notaba contenta, o por lo menos resignada, porque tenía el consuelo de Mónica, que lo más seguro representaba un escape del estar amarrada a un hombre que, entre resaca y resaca, funcionaba a la mitad de su capacidad.
Si todavía bebiera, le diría que esa noche nos pusimos una de película, pero le estaría mintiendo. Es más, hoy puedo decirle que ha sido la borrachera más horrible de mi vida. Sí, Julián me llamó a las pocas horas después. Susana tuvo que prácticamente botarme de la cama para poder despertarme. Julián, con la voz todavía pegajosa por la bebida, me dio la noticia, que la habían encontrado asfixiada en el cuarto, y que usted estaba histérica echándose la culpa. Figúrese cómo son las cosas, entre brumas recuerdo el haberme vuelto a dormir, a pesar de la gravedad de la situación. Consecuente con el estado en que me encontraba, en ese momento no me importó, pero parece que la culpa fue ganando terreno porque a las dos horas me encontraba mirando sin parpadear al techo, completamente sobrio y horriblemente asustado. La noticia me impactó tanto, que prometí que dejaría de beber pero al día siguiente, apelando a las excusas de siempre, caí de nuevo. Supongo que después del entierro, Julián se pudo una maratónica, para ahogar el dolor que la pérdida le debió haber causado. Cuando la enterramos, me invitó a que nos metiéramos al primer bar que se nos cruzara en el camino pero le dije que no porque no podía verlo así, tan enloquecido de la pena. A usted menos la podía ver, porque el dolor de una madre ante la pérdida de un hijo sólo ha de ser comparable al amor que sentía por él en vida. Además yo creo que para esa hora ya me había bajado como una botella de whisky, así que estaba bien anestesiado, que era lo que verdaderamente andaba buscando.
Usted recordará que la noche de la tragedia, Julián y yo estábamos haciendo un ruido de los mil demonios. Con la música a todo volumen, discutíamos a grito partido no sé qué cuestión de política. Recuerdo que usted, tan tranquila como siempre, llegó con Mónica a sentarse en el sillón blanco, se sacó un pecho y comenzó a amamantarla, desentendiéndose de las miradas furtivas que yo le lanzada desde mi estupor. Como usted sabe, Susana y yo nunca tuvimos hijos, así que no he vivido la experiencia de ser el compañero de una mujer que se encuentre sustentando a una criatura con la leche de su propio cuerpo. Haberla visto a usted sacándose el pecho henchido y Mónica aferrándose a él con tantas ganas, ha sido una de las pocas imágenes hermosas que la vida me ha regalado. Se lo digo con todo respeto, como también le digo que de alguna manera me sentía padre de Mónica y por eso mi dolor fue muy parecido al de ustedes, si le sirve de consuelo que se lo diga quince años tarde. La diferencia está en que ustedes, padres consolados por la certeza de la tragedia, al menos lograron reconstruir sus vidas lo mejor que pudieron, salvándose un poco del abismo que la incertidumbre abrió en mi pecho y que no ha vuelto a cerrar.
Esa noche, algo más grande que usted o Julián o yo, un puño gigantesco, propinó el primer golpe de cordura en mi vida. No exagero cuando le digo que, en última instancia, su espectro es lo que me ha llevado a la cordura. Imagínese el tormento de estar condenado a rumiar un recuerdo que nunca concluye, que nunca reposa. Es como una de esas tonaditas que uno recoge en la mañana y la canturrea unas cuantas horas hasta que le comienza a molestar y entonces se deshace de ella y asunto terminado. Pero a mí me ha tocado canturrearla todos los días de los últimos quince años. Miles y miles de veces he reconstruido los mismos pasos, las mismas palabras, los gestos y movimientos de esa noche, y durante tantos años he llegado a la misma conclusión: no sé qué fue lo que pasó. Y no puedo soltar ese pedazo de pasado porque tengo lagunas mentales, y sin la ayuda de alguien que haya estado ahí no puedo terminar de olvidarlo. Estoy consciente de que pude haberla llamado hace años, pero el vicio me tenía encadenado y yo era un cobarde, Sofía, quiero que entienda eso. Quince años teniendo a mano la solución de un grave problema y sin poder recurrir a ella por una simple falta de huevos. Para volver loco a cualquiera, ¿no le parece?
Sofía, si hace un poco de memoria, recordará que después de que le sacó los gases a Mónica, la arropó bien y fue a acostarla al cuarto de ustedes. No sé si fue el ruido que estábamos haciendo o fue otra cosa lo que le hizo decidir no acostarla en su cuna. No, no me hago la pregunta para abrir viejas heridas, créame. Causarle más dolor es lo menos que deseo, y menos cuando usted parece por fin haber alcanzado la tranquilidad que tanto se merece. Pero no nos desviemos del tema, por favor.
En esos años todavía me quedaba un poco del sentido de la responsabilidad que las personas normales tienen a cualquier hora del día. Me acuerdo que se estaba haciendo tarde; tenía que llamar a Susana para decirle lo de siempre: que mejor no me esperara y se fuera a dormir. Ya que un vicioso de la bebida sabe cuándo y dónde va a beber, planea todo minuciosamente para que su obsesión se lleve a feliz término. Desde que salí al trabajo esa mañana, sabía que iba a tener que llamarla, así que me aseguré de estar bien encendido para cuando llegara la hora de hacerlo. ¿Se acuerda que les pedí prestado el teléfono? ¿Sí? Bueno. De tan hasta el tronco que andaba, no se me ocurrió pedirle a Julián que le bajara a la música para que yo pudiera usar el teléfono de la sala, sino que me fui directamente a usar la línea que ustedes tenían en el cuarto.
Claro que Susana estaba furiosa. Llena de odio, no le quedaba otro remedio más que insultarme, y lo hizo sin pelos en la lengua. Yo, sentado en la orilla de la cama, chirriaba los dientes de la rabia porque, en mi mente enferma, creía que ni mi propia esposa me daba la libertad de hacer de mi vida lo que yo quisiera. Cuando reconstruyo mi corta estadía en el cuarto, lo primero que recuerdo es la cama desarreglada, y como que si me hubiera sentado en una de las almohadas o sobre un montón de sábanas revueltas. Hipnotizado por la retahíla de Susana, no hice nada por salirme de esa posición, aunque recuerdo que en algún momento me levanté para decirle no me acuerdo qué, pero me volví a sentar y allí me quedé hasta que regresé a la sala victorioso, ya en la etapa del tigre y listo para echarme otro rielazo...
Sofía, espérese un momento y déjeme continuar, por favor. Perdóneme si le parezco un desalmado, pero la única forma de salir de esta fosa es preguntando sin rodeos. Necesito que haga buena memoria, Sofía, porque de lo que me conteste depende si mi enmienda la termino en la iglesia o en la estación de policía. Lo que me pase después no importa, con tal de quitarme de encima este horror que nunca acaba. Sí, sí, yo sé que para usted y Julián y Mónica tampoco, pero le contesto después, por favor déjeme terminar porque por fin hoy, después de tanto tiempo, he sacado el valor de hacerle la bendita pregunta y si no se la hago ya, no se la hago nunca. Yo me senté en el lado derecho de la cama: ¿dónde acostó usted a Mónica, Sofía?
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