El sonido de pisadas retumbó en mi rostro; con los ojos atormentados de dudas, me desplegué por debajo de las sábanas, para ser testigo voluntaria. Casi al borde de los sueños, mis manos se extendieron hacia lo desconocido: detrás del portal, y por debajo de la ventana, tres sombras ingresaban en el patio de mi casa; Melchor; Gaspar; y Baltasar. La noche se hechizaba, en el pudor de mis pupilas, como un enorme lago de felicidad, que trascendía la morada. En silencio, mi silueta presenciaba lo que siempre había esperado, y nunca visto; el mundo de lo imaginario, hecho realidad. Y como una niña atemorizada y feliz, en el paraíso de lo inverosímil, corrí hacia su encuentro. Mientras, los tres reyes se perdían, en el azul profundo de la noche, bañados por una luna infante; cargados de paquetes y canciones, sobre el lento caminar de sus camellos. Yo me quedé en el patio absorta, reviviendo el tesoro de la infancia; acompañada por las campanadas de la iglesia, que tañían con la misma intensidad, de mis latidos.
Hoy es noche de reyes y de reinas, decía siempre mi padre; a lo lejos, el bosquejo de su rostro, se mezclaba con la magia del ensueño. Cerré los ojos moribundos de alegría, para dar paso a mi vida de mujer; aunque el pequeño instante, en que cedí mi mente al juego, nunca podrá ser reemplazado por nada, ni por nadie.
Ana Cecilia.
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