Una noche Raúl encontró a una araña diminuta tejiendo una telita en una esquina del baño. Unía los hilos entre los dos planos de la pared a la altura de la vista de Raúl. Se quedó absorto viendo como la araña con movimientos programados iba de un lado al otro, pegando los hilos contra la pared, contra la otra, armaba con determinación una geometría confusa que en unos minutos tomó una forma como de jaula piramidal. Finalmente, la araña tomó posición en la esquina de la pared. Encogida, totalmente quieta. Totalmente protegida por la tela. Raúl sopló despacio. La araña se encogió aún más.
Raúl se acostó pensando en la araña, en que en ese momento estaba a unos metros, en el baño oscuro, esperando que suceda algo. Pequeña, quizás era primera vez que ponía una trampa. Algún impulso la llevó a ello, alguna orden interior, sin saber nada más. Nadie enseña a las arañas a tejer su tela.
Raúl soñó que veía cientos de escorpiones traslúcidos que crepitaban sobre el tórax oscuro y reluciente de su madre. La excorpión vagaba con su progenie a cuestas sobre arenas doradas.
Aquel verano había atraído más insectos de lo normal. Habían muchas cucarachas pequeñas en la cocina. Además, adictos a la luz: polillas que chamuscaban sus alas con las bombillas calientes, escarabajos que se arrojaban como kamikazes contra los fluorescentes. Pero las más numerosas eran las hormigas voladoras. Hacía unas noches llegó la primera horda alada desde la oscuridad. Nunca antes habían venido tantas. Llegaban en multitudes a invadirlo todo con su error de ubicación, con sus vidas tan poco valiosas, ensayos de vida. También ansiaban la luz. Se aplastaban contra las lámparas bombillas hasta perder pronto sus alas desechables. Luego quedaban sus cuerpos inútiles retorcíéndose como larvas sobre los veladores, sobre la mesa del comedor, sobre las camas tendidas. Las alas se iban acumulando por todos lados: Al filo de los sócalos, sobre los alféizares, hasta terminaban flotando en los platos de sopa.
Raúl desayunó de madrugada en la mesa de la cocina. Sobre el mantel vagaban algunas hormigas desaladas. Pensó en llevarle una a la araña. Pero sería demasiado para ella, la tela podría romperse. La araña era muy pequeña, pero definitivamente dañina: tenía el abdomen esférico y negro, el núcleo del tórax rojo, las patas rojas y filudas. Con una lupa potente podría verse la mostruosa cara roja con varios ojos negros, las mandíbulas moviéndose amenazantes, dos pequeñas esferas de veneno colgando se cada diente. Podría llamarse Dañina.
Más tarde Raúl se sentó en el baño con el periódico y dexcubrió que a su lado pasaba una hilera de hormigas comunes. Marchaban desde una grieta al pie del bidé hasta el vitrovén que daba a la calle. De inmediato puso el dedo interrumpiendo la fila y subieron dos que se pusieron a vagar entre sus dedos. Cogió una delicadamente entre el índice y el pulgar, la acercó a la tela de Dañina y la soltó. Tocó la tela pero no llegó a pegarse. Dañina sintió las tensiones de alerta y estiró las patas. Raúl tiró la tercera y esta sí quedó atrapada. La hormiga se agitaba inútilmente. Dañina no hacía nada, seguía en su posición. La hormiga seguía agitándose. Raúl llegó veía que Dañina palpaba los hilos con sus patitas, como leyendo las vibraciones, ubicando el lugar exacto de la presa. Luego avanzó lentamente hacia la hormiga, a mitad de camino aceleró el paso, le dio una picada y regresó rapidísimo a su posición original. La hormiga convulsionó por un par de segundos, luego su movimiento fue haciéndose más lento, mucho más lento. A los quince segundos estaba inmóvil, los hilos quietos. Entonces Dañina avanzó cautelosa. Llegó a la hormiga. Raúl acercó mucho la vista: la araña al parecer mordió como un vampiro y succionó a su presa. El cuerpo de la hormiga colapsó, la cabeza y el abdomen quedaron como balones reventados.
Durante toda la semana, casi todas las veces que iba al baño, Raúl alimentó a Dañina con por lo menos una hormiga. La araña creció un poco, en especial el abdomen negro que ahora era un tercio menor que la circunferencia de una arveja. Pero el martes al mediodía, Dañina no estaba, tampoco su tela. Raúl exploró el baño para ver si se había mudado. En la ducha no había más que moho. Se dijo que había sido un tonto, la sirvienta hoy hacía limpieza general y la debe haber barrido. Hubiera podido alojar a Dañina en algún frasco, lo tapaba con un pedazo de plástico transparente y una liga. Debajo del inodoro estaba asqueroso. Le hacía unos agujeros para tirarle hormigas. Debajo de lavabo no había nada, el óxido ropia el tubo del desagüe. Perdío su mascota. Qué estúpido, había llegado a admirar más a Dañina que al pekinés que le regaló su abuela cuando cumplió nueve años. Se sentó en el inodoro. En realidad no admiró nunca a Lucky, los ladridos agudos todo el día provocaban mandarlo a dormir, para siempre. Pero se lo había regalado la abuela. Le gritó a la sirvienta que le pasara el periódico. Bueno, no era gran tragedia. Una araña enana a la que había visto chuparse decenas de hormigas y siempre era lo mismo: se acercaba la, picaba, retrocedía. Había leído lo que hacía que el veneno era digerir a la presa por dentro hasta un grumo al final se succionaba como se succionan con el sorbete esas cajitas de tetrapak. Volvió a gritar por el periódico. Siempre automática y programada, la desaparecida Dañina. Una semana más y se hubiera aburrido. Hubiera empezado una forma original de manera original de eliminarla. Ahogarla en espuma de afeitar. Tocaron la puerta, abrió y la mano de la sirvienta extendió el periódico enrollado. Espuma de afeitar, que buena idea. Quedar suspendido en una espuma sin posibilidades de trasladarse en ninguna dirección porque la espuma tiene la consistencia justa para soportar el peso del cuerpo y la inconsistencia exacta para que nadar en ella no lleve a ningún lado. Además el olor a jabón, varios días en un medio tan alcalino, la piel empieza a sufrir, el perfume comienza a intoxicarte, una tortura perfecta.
Raúl dejó el periódico sobre el lavabo, tomó la lata de espuma de afeitar, y chorreó un buen montoncito en el pulgar de la mano izquierda. Luego puso el índice de la mano derecha sobre la fila de hormigas y subieron unas cuantas. Cogió una por el abdomen y la hundió delicadamente de cabeza en la espuma. La hormiga negra agitaba cómicamente las patas traseras que sobresalían de la masa blanca. Tomó otra y la hundió completa. A la siguiente la insertó sólo por el abdomen. Cogía más, las iba soltando y quedaban semisumergidas en diferentes ángulos. Al final el montoncito de espuma estaba veteado de hormigas, como un helado de vainilla con chispas de chocolate. Parecía que todas se habían dejado de mover intoxicadas por la espuma. Pero vio una, la tercera que puso, la que había hundido hasta la mitad del abdomen y se le veía casi todo el cuerpo. Estaba como clavada, se mantenía erguida, moviendo las antenas, las mandíbulas y las patas. Pasó el dedo libre por la espuma que sobraba en la válvula de la lata. Llevó muy despacio el dedo defrente hacia la hormiga. Miraba atento mientras acercaba la masa milímetro a milímetro. La hormiga parecía agitarse más. Raúl vio que cuando ya estaba cerca de cubrirla, antes de que la espuma la tocara, la hormiga tiró muy lento las antenas hacia atrás, recogió las patas contra el cuerpo, hundió su cabeza contra el tórax, y se dejó de mover. La hormiga murió de miedo.
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