Parece haber pasado tanto tiempo desde que estuve bajo sus ramas por última vez.
Mi hermoso árbol. Me siento tonta al llamarlo "mío", sé que nunca lo fue. Sus raíces se nutrían en las tierras de mi vecino, allí lo iluminaba el Sol, en su suelo descansaba su sombra.
Desde mi casa yo lo contemplaba. Lejano, distante, inalcanzable. ¿Por qué era tan especial? Podía recorrer los bosques por días y noches enteras, pero jamás encontraría otro como él. Los rayos del Sol no lo tocaban, sino que él los absorbía y me los regalaba. Sus hojas eran pequeños espejos que me llenaban de destellos mágicos. Sus raíces soportaban las más crueles tempestades; era mi refugio y mi inspiración.
Recuerdo la primera noche que se acercó, y cada una de las noches siguientes. Tal vez eran sólo sueños, tal vez la luz de la Luna reflejaba su imagen sobre el muro, haciéndome creer que estaba en mi jardín, o quizá se dio cuenta de que yo lo apreciaba y lo necesitaba como nadie más lo hacía; y por eso reunió toda su energía para quitarse de encima la tierra que lo aprisionaba y llegar hasta mí.
Sólo sé que por las noches, mi hermoso árbol me daba su apoyo, su protección, su belleza y sabiduría a través de los suaves movimientos de sus hojas, de las pequeñas lucecitas que se filtraban entre sus ramas, de cada una de las marcas de su corteza.
Todas las noches él se convertía en mi amigo y mi hogar, con él me sentía felíz, y gracias a su companía fueron aflorando desde mi interior sentimientos y recuerdos que ni siquiera sabía que tenía. Caían hacia la tierra alrededor de sus raíces y crecían como hermosas flores de los más variados colores y formas. Poco a poco las tierras secas que rodeaban mi casa se habían transformado en un enorme y maravilloso jardín, con el lugar más especial reservado para el verdadero dueño de toda esa magia, mi árbol que sólo aparecía por las noches. Durante el día, nos observaba desde el otro lado del muro, mientras reunía en sí toda la energía solar posible, para luego, cuando anocheciera, alimentar el jardín multicolor.
Con el paso del tiempo, el vecino envejeció y ya no pudo cuidar del árbol; en su lugar su hermosa hija tuvo que hacerse cargo de las tierras.
La joven estaba enamorada de un amor imposible, un muchacho que no correspondía sus sentimientos; y a medida que su corazón se iba entristeciendo, se dedicaba menos a cuidar el jardín.
Mi árbol comenzó a deteriorarse, sus raíces eran lentamente devoradas por la maleza y los insectos; y sus hojas perdieron su brillo. Estaba muriendo, y con él moría también mi propio jardín, ese que alguna vez había sido el más alegre y colorido, donde las mariposas y los colibrís bailaban bajo el sol entre las flores.
En su última noche de vida, cuando apareció en mi agonizante jardín, apenas le quedaban sus ramas secas y las raíces débiles que lo hacían tambalearse en el viento. Al ver la tristeza en mis ojos, en un último intento por sobrevivir, trató de absorber por medio de la tierra los colores de las pocas flores que iban quedando en el jardín moribundo. Poco a poco, al alimentarse del rojo, el magenta, el amarillo, el violeta, el bordeau, y el verde de los tallos, se fue tiñiendo de negro, el negro más oscuro jamás visto. Pero esto no sirvió de mucho. La tierra seca se abrió bajo él, sus raíces colapsaron, y se fue hundiendo, siendo tragado por esa grieta en el suelo. Al final sólo se veían las puntas de sus ramas más altas, negras, como espinas que se clavaban en la tierra. Después la grieta se cerró ante mis ojos inundados de sufrimiento, y una lágrima se desprendió de ellos.
Allí, al lado de mi cuerpo inerte y frío, extendido en el suelo desierto, se veía una solitaria rosa llena de abundantes espinas; que hasta parecían salir de la tierra; con pétalos de color negro, el negro más oscuro jamás visto. |