DICHOS DEL MAR
El viejo preparó su barca. Puso la caña a un costado. Se sacudió el frío de los hombros y remó siguiendo los acantilados. Las estrellas se desdibujaban lentamente dando paso al alba adornada con el lucero que indicaba el camino. Miró el reflejo del fondo manchado de corales altivos, añejos como él. Aspiró de su pipa, saboreó el aroma del tabaco, liberó el sedal y esperó paciente.
Con el sol en lo alto cambió el rumbo sin recuperar el anzuelo que se fue alejando prendido al hilo transparente como un fino brazo de espuma y telaraña. Desplegó la red, la lanzó hacia proa con movimientos seguros de sus ajadas manos. Volvió a tomar la caña, enrolló y enrolló. Forcejeó otro poco. Estaba tan cansado... Tomó a su presa y la envolvió con una manta. La sirena lloraba. El viejo esperó. Cuando ella comenzó a cantar él se recostó y cerró los ojos.
El coro acompañó el canto de la sirena produciendo el efecto mágico de la música en la piel y el alma del marino. Las arrugas se alisaron, los músculos renacieron, sus ojos recuperaron el brillo de juventud. Su cabeza se cubrió con rizos dorados y el corazón latió fuerte y enamorado. Abrió los ojos y bailó con la sirena que a la hora del crepúsculo ya tenía unos hermosos pies pequeños y ágiles para danzar con el hombre que, pudiendo haberla hecho prisionera, la liberó el día que cayó en su red, hace muchos, muchos años, en su perdida juventud.
Dicen que si un marinero se enamora de una sirena se pierde para siempre en lo más profundo del mar. Pero nadie contó lo que mi abuelo me dijo, que si la princesa de las sirenas, la hija del Rey Neptuno, se enamora de un hombre, vuelve a él cuando éste la llama.
A veces lo sigo con la mirada cuando el bote se aleja detrás del estrecho, donde termina el golfo y comienzan los acantilados. Puedo ver a la sirena, a su joven amante y a las bellas criaturas marinas que acompañan ese encuentro con las más dulces canciones que jamás escuché.
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