Miro a mi hermana, la de toda la vida, y casi no la reconozco. Intento recordar el día en que se levantó y tenía la primera arruga instalada ya para siempre en su cara. No puedo. Es curioso cómo ahora que ya casi las tiene todas, apenas se la identifica en las fotos en que aparece de niña, o de más joven porque niña no ha dejado de serlo nunca, no para mí; mi hermana pequeña... A veces me pregunto quién es esta viejecilla que me cruzo de cuando en cuando en el pasillo. Y me sorprendo cada una de ellas porque enseguida me doy cuenta de que conozco perfectamente la respuesta. Será que hace tiempo que no me miro al espejo. Dejé de hacerlo el día en que ya no me hizo falta utilizarlo para ubicar el cepillo en mis dientes. Y, por otro lado, siempre me afeitó Moisés, el barbero, nunca compré una de esas rapadoras eléctricas en miniatura. Me gustaba comentar con él las noticias del periódico y dejarle hacer, igual que yo dejaba la esquiladora para el ganado. Un trabajo forzado, porque no tuve otra forma de pagarme la existencia hasta que conseguí graduarme a los veintiséis años.
Soy abogado. Aún lo sigo siendo. Creo que es una de las pocas cosas que no han cambiado en mí desde que un día por fin fueron. Tal vez sea la única que no lo haga hasta que me muera. Justo hasta ese momento porque entonces lo hará; dejará de ser conmigo y así será como cambie, como lo acaba haciendo todo en algún final que es el suyo sin tener que serlo también mío. De alguna forma conseguí olvidarte. Me costó mucho tiempo, pero llegó un día en que también se transformó tu recuerdo. Tampoco puedo señalar tal día con ninguno de mis dedos, no sé exactamente cuál fue de todos los vividos ni por qué fue ése,- qué tuvo, qué lo distinguió- y no cualquier otro. Y sin embargo ya ves que incluso las mutaciones pueden ser varias en una misma cosa porque, ahora, mientras escribo, te estoy escribiendo y vuelve de nuevo tu antiguo recuerdo.
Miro las fotos que aún conservo, la mayoría en blanco y negro y arrugadas, desteñidas, y descubro cantidad de gente que ya está muerta. Como un resorte, me vienen a la mente todos aquellos de los que nuca tuve una imagen para guardar salvo éstas que asaltan mis ojos desde algún escondrijo de mi memoria. Memoria oscura que recuerda lo que quiere ver cada vez y que no me permite controlarla. Siempre se escapa, tiene sus artimañas y se vale de ellas para hacer lo que le viene en gana; muchas veces me sorprende. Será que no soy capaz de recordar qué día exacto empezó a esconderme. Yo, en venganza, le raciono el alimento y no escucho. Ya no escucho a la gente. No es, en el fondo, falta de interés, sino que me he quedado sordo. Ya me viene de año y medio y cada vez oigo menos. Aún ahora puedo llegar a percibir algún sonido pero, para ello, si son palabras de otros, han de gritarme con mucha fuerza y no me gusta. Me siento agredido. Es imposible no forzar las facciones de la cara cuando se habla a gritos. Es un gesto de por sí agresivo, y me agrede; me entristece, o me enfurece, no lo sé. Quizás es sólo rabia extraviada, confundida, porque no sabe a quién dirigirse y explotarle. Tal vez un día tampoco recuerde aquél en que todo empezó a ser un silencio absoluto.
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