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Un cazador en apuros


As he is about to clasp her he feels a stunning blow upon the back of the neck; a blinding white light blazes all about him with a sound like the shock of a cannon—then all is darkness and silence!
Ambrose Bierce, “An Occurrence at Owl Creek Bridge”

Cada vez que ha cruzado esa cerca de alambre de púas ha pensado en cierto cuento de un escritor llamado Horacio Quiroga, de Uruguay, pero cómo son las cosas, esta vez no recuerda haberlo hecho; y esta observación la ha hecho sólo hasta después de haberse enredado en la segunda línea de alambre de púas. Siente la bota resbalar, agita los brazos y efectúa un breve ejercicio de equilibrismo justo antes de irse de bruces contra el suelo. Entonces siente la punzada de la saeta en el muslo derecho y su primer grito lo escucha ajeno. Intenta incorporarse, ella no debe verlo así de derrotado, se agarra el muslo con ambas manos y salta, salta apretándolo como queriendo estrangularlo. Se desploma más allá, se retuerce y se revuelca con la pierna al aire, el sol es un carrusel de luz y hierba seca, la mochila se le suelta de los hombros y sale volando. Luego de contener la respiración lo más que puede lanza el segundo grito, prolongado, gutural, ése sí lo siente como suyo, le sale del centro de la existencia misma, hasta que se le acaba el aire y la garganta comienza a arderle.

Controlar la respiración, se dice con los ojos llenos de lágrimas, mantener la calma, se encuentra solo en medio de ese enorme pastizal que sólo problemas le ha traído. Hoy es sábado 2 de junio, piensa organizando los pensamientos; se llama Henry David Mulligan, treinta y siete años de edad, soltero, senior editor de la casa editorial llamada Scott Foresman, ubicada en Glenview, Illinois, lector asiduo de Marguerite Yourcenar y de Constantine Cavafy, por eso más de un estúpido colega lo ha acusado de ser helenista irredento. Hoy se puso sus bluyines favoritos, la camisa a cuadros y las botas viejas. Ha desobedecido el primer mandamiento de las instrucciones de uso que reza de esta manera, y con sobrada razón: BAJO NINGUNA CIRCUNSTANCIA PONGA EL DEDO SOBRE EL GATILLO SI NO ES PARA HACER UN DISPARO. Busca al causante de su suplicio y lo encuentra a unos cuantos pies de distancia. Hasta hace pocos minutos su juguete más preciado y puente hacia la paz y tranquilidad que ha buscado tanto, la ballesta se ha tornado en una pesadilla de cuerdas, poleas y miras telescópicas, en un rictus de dientes con frenillos o en un escorpión mecánico al acecho. De paso recuerda que en algún lugar leyó que la ballesta era considerada un artefacto para cobardes.

Se incorpora lentamente y aprecia la extensión del daño. El dolor es tan intenso que siente entumecida la pierna entera. Los pantalones —los bluyines que tanto le gustan, arruinados— tienen una mancha oscura que crece irregularmente de diámetro. Por imposible que parezca, la saeta ha entrado por el frente y atraviesa el muslo por el lado exterior, no el interior, donde corre la arteria femoral; por eso le parece (cruza los dedos) que la herida no es de muerte, siempre y cuando obtenga atención médica asap. Son las cuatro y treinta y dos de la tarde; quedan aproximadamente tres horas de luz. El entorno de árboles y matorrales secos le parece más brillante de lo normal, y en el cielo no se ve pájaro alguno. El resplandor de la tarde lo ciega; suda profusamente y se desabotona dos botones de la camisa. Sólo hasta entonces recuerda que en su mochila carga un botiquín de primeros auxilios. La va a buscar saltando en el pie izquierdo. Presa de los nervios, intenta abrirla dos o tres veces y no lo logra. Inhala hasta más no poder, exhala hasta vaciarse completamente. Eso lo calma y por fin logra abrirla. Antes de llegar al botiquín tiene que sacar dos libros, un encendedor Bic, tres sobres de Alka-Seltzer, un sacacorchos y dos cartas sin abrir. La caja de plástico anuncia First Aid Kit en Times New Roman azul, y debajo de las letras aparece la cruz roja, icono de la esperanza mundial. Y cuando abre el botiquín, la blancura antiséptica de los materiales que salvarán el día.

No estaría en tan grave situación, piensa mientras desenrolla la gasa, si no fuera por ella, maldita arquera, a quien a fin de cuentas ha visto tan solo dos veces en este pastizal que encontró accidentalmente aquella tarde que escapaba de la ciudad podrida. Se sintió tan a gusto con el silencio que le transmitieron los árboles, el estanque y las rocas, que creyó que por fin había encontrado el paraíso terrenal que anhelaba tanto, todo por haber girado al lado equivocado. Regresó una vez más y luego otra y otra más y después fue cosa de todos los fines de semana. La primera vez que la vio fue la mañana de un sábado, mientras descansaba a la sombra de un abeto después de una larga caminata. Ella salió corriendo de entre unos matorrales y se detuvo en un pequeño claro. Parecía un venado, por más gastada que estuviera la comparación eso parecía, una venada alerta, nerviosa, el tosco arco pasando de una mano a otra. Reparó en usted —no: intuyó su presencia— y se congeló en una postura ágil, musculosa. Sin saber qué hacer, usted también se quedó quieto y la vio viéndolo a usted, por unos segundos se encontraron dos miradas completamente distintas, una animal, impoluta, y la otra racional y compleja, hasta que usted mismo rompió el hechizo cuando alzó la mano para saludarla, que ella interpretó como señal de peligro y salió corriendo para perderse en el fondo de árboles.

La segunda vez fue igual de fugaz, tres o cuatro meses después, en el estanque rodeado de juncos. Con las manos cogidas en la espalda, usted caminaba lentamente, absorto en esa tranquilidad bucólica que había llegado a convertirse en su paliativo espiritual. De pronto escuchó el agua chapoteando y fue a investigar. Escondido entre los juncos pudo observarla a sus anchas. Estaba dándose un baño. Los chorritos de agua que le bajaban por el cuerpo realzaban su hermosura, su belleza natural, y en ese momento de voluptuosidad a usted le pareció más yegua que venada. Se acercó para verle mejor los pechos, que desde esa distancia parecían ser regios pero quería estar completamente seguro, pero un mal paso rompió una rama seca. El grito de ella fue ofensa e insulto, y de cuatro poderosos saltos salió del estanque, agarró su vestimenta y armas, y huyó. Ensombrecido, con los cachetes encendidos, mientras caminaba de regreso al jeep, dos flechas volaron raudas por encima de su hombro y se clavaron en el tronco de un árbol quemado, una detrás de la otra y la segunda al lado de la primera. Dos zumbidos, dos golpes secos en el tronco y el silencio de cigarras; así de rápido sucedió. Fue a ver las flechas; eran de madera, toscas, resistentes, una pintada de rojo y la otra, de amarillo. Intentó sacarlas pero no pudo, habían sido lanzadas con gran fuerza. Las acarició tratando adivinar algo de su dueña, quizás sus intenciones. Miró a su derredor: Nada, todo quietud, ni la más leve brisa movía las hojas de los árboles. La conclusión, sin mucho sobresalto: fácilmente pudo ser usted el blanco de esas flechas, pero su dueña no había querido. ¿Una advertencia? ¿Una muestra de destreza? ¿La curiosidad femenina en busca de una respuesta masculina?

Volvió a la ciudad detestable, los dos incidentes fueron relegados al fondo de su memoria por las múltiples responsabilidades que demandaba su nuevo proyecto de lectura, y no regresó al pastizal por mucho tiempo. Las semanas transcurrieron indiferenciadamente, sin definición. Hasta que cualquier día fue a la biblioteca de la oficina —si así podía llamarse a la veintena de cubículos que formaban el estúpido laberinto del tercer piso de la editorial—, a buscar una referencia en el manual de mitología griega de Edith Hamilton. Abrió el libro en cualquier página y se encontró con Artemisa, la cazadora virgen, conocida también como Diana, Cintia, Selena o Luna, Señora de las Cosas Silvestres, protectora de los jóvenes, y la imagen de la arquera lo embistió con renovada fuerza. Sintió nacer dentro de usted el cazador y el buscador del fuego, y en una absurda persecución de dos recuerdos fugaces compró la ballesta, practicó tiro al blanco con unos sacos de arena que tenía en el garaje y pidió dos semanas de vacaciones. Se volcó hacia la naturaleza, dispuesto a hallar el objeto de su deseo.


La gasa ha quedado mal enrollada. Tan mal, que la sangre ha traspasado la frágil malla. No hay alternativa: lo primero es extraer la flecha del muslo. Desenrolla la gasa y rasga el pantalón con la punta de otra de sus flechas. Irónicamente, este accidente ha sido su mejor tiro; las instrucciones de uso explican que el flechazo ideal deberá penetrar limpia, mortalmente en el cuerpo de la presa, con el fin de que no haya sufrimiento. En el muslo, la herida de entrada y la de salida son dos ranuras de alcancía; entre la sangre ennegrecida, los cuatro filos de la punta reflejan el sol; el astil espeta el muslo como una pieza de pollo lista para la parrilla; las plumas de dirección son el adorno del mondadientes atravesando una gigantesca salchicha de cóctel. No puede evitar reír en voz alta: Todas las partes descritas, ¿cómo se saca ese maldito aparato de la pierna?

La sangre vuelve a brillar apenas toca la flecha, y el dolor le acalambra el tríceps. Del botiquín saca unas tijeras de plástico; rudimentarias y desechables, con ellas deberá podar las plumas. El pulso tembloroso, el sudor y el dolor le dificultan la tarea y le ha tomado más tiempo de lo necesario. El color de la maleza alrededor del muslo ha cambiado a marrón oscuro y un par de moscas revolotean insolentemente sobre las heridas. Las plumas han quedado cortas como la crin del caballo de Troya, pasa los dedos sobre ellas y piensa que podría ser un buen cepillo de dientes o uno para biberón, y también piensa que eso lo ha pensado porque está posponiendo el momento del dolor verdadero, su bautismo de fuego.

Sujeta el astil por el lado de la punta, cierra los ojos y comienza a jalar. Aguja que se ensarta debajo de la uña, fórceps que extrae la muela, buitre picoteando la carroña y abre los ojos, tiene que abrirlos, no puede seguir imaginando el avance, tiene que verlo, tabularlo y cuando lo ve se desilusiona porque lo que parecieron varias pulgadas en realidad no ha sido más que una. Segundo round, la tuerca del dolor da una vuelta más, el metal tibio avanza dentro de la carne, superficie lisa, inerte, que rompe, a nivel microscópico, los primeros lazos que nervios, vasos, y tejido han estrechado para empezar a sanar. Respiración entrecortada, gruñidos, lágrimas confundiéndose con sudor, un poco más de avance y la caída al pozo negro.


Un niño en las nubes, sus alas de murciélago tan tiernas como la piel de su cuerpo desnudo. Con su arquito lanza flechas, flechitas de goma que rebotan contra las sillas, mesas y camas hechas del material acolchonado de las nubes. Vive feliz en ese santuario, con una multitud de ángeles tan pequeños como él, en esa enorme guardería infantil al fondo del cielo donde arcángeles, querubines y serafines dejan a sus hijos mientras trabajan en las distintas divisiones celestiales. Un bello canto interrumpe su juego de aqueos y treucos. Es Homero El Único, que camina hacia ellos tañendo su lira, cantando tragedias en versos de métrica mayor. Los angelitos se miran unos a otros y sonríen maliciosamente; vuela la primera saeta, luego la segunda, la tercera, la cuarta y otra y otra y otra, hasta que sobre Homero El Único cae una lluvia de flechas de goma que rebotan en su cabeza, hombros y piernas. Los ángeles corren a rodear a El Único y en su algarabía lo azotan con los arcos. Homero sucumbe bajo los incontables golpes y su canto muere ahogado por los chillidos infantiles, el batir de tiernas alas de murciélago y sus propios gritos.

A lo lejos ruge una voz de mujer, tan lejos que parece provenir de más allá de las montañas algodonadas, azuladas. Es la Madre Arquera, institutriz omnímoda y omnipresente de los angelitos, a quien éstos aman y al mismo tiempo repudian. Mujer gigante y bella, al verla acercarse, los angelitos se agrupan militarmente y saludan muy formalitos porque también es entrenadora estricta, proclive a dar azotes a la menor infracción. Ensangrentado y con la toga hecha jirones, Homero se levanta y se aleja; solloza y canta su triste historia, sacándole una que otra nota desafinada a su lira destrozada. La Arquera Mayor pide que el responsable se identifique y dé un paso adelante. Desdeñosamente, Henry David, el más travieso de todos, levanta la mano y toma responsabilidad de la falta, que no es menor y presupone un castigo severo. Habla con aplomo; da sus razones por haber azotado a El Único, engorroso poeta que en sus versos sólo es lloriquear y quejarse. ¿Qué de la felicidad, oh, Maestra, qué de nuestra búsqueda de la felicidad? ¿Por qué debemos cantar sólo a la tristeza? El primer bofetón cae de lleno en el cachete izquierdo del ángel Henry David, líder indiscutible de la revuelta, que recibe el golpe sin inmutarse, sin emitir llanto alguno.


Cachetada en la mejilla derecha y luego dos más, abre los ojos y ve una figura difusa inclinada sobre usted y, al fondo, el cielo teñido de rojo. El rostro de facciones toscas, primitivas, abre la boca para decir algo, que usted no logra entender. A medida que sale de su desmayo la visión se le aclara y su vista se clava automáticamente en la hendedura entre dos senos que cuelgan libres dentro del ropaje de cuero sin curtir. Sonríe torpemente e intenta decir algo, pero una mano le mete algo a la boca y la tapa firmemente, mientras que la otra agarra la flecha y comienza a tironearla. Con los aguijonazos que lo desgarran, usted forcejea, grita mudamente y lucha por levantarse, pero una rodilla se le planta en medio del pecho y lo inmoviliza. El dolor le sube a los sentidos en un torrente incontenible, hasta que los embota y usted regresa a la negrura de la nada.

Como si estuviera bajo los efectos de una potente droga, siente que lo alzan, se lo echan al hombro como un costal viejo y galopan lo que le parece una eternidad. No sabe cuánto tiempo su vida es una secuencia onírica de fogatas, pedazos de carne, pieles en el suelo. Tampoco sabe porque tiene la sensación constante de estar flotando entre el día y la noche. Vuelve a la conciencia a mitad de la noche, no sabe de qué día. Ve a la arquera echando un polvo blanco a la fogata mientras ofrece un canto a la Luna. Le parece estar dentro de una enorme boca negra, desde donde, en los intervalos de silencio, logra escuchar el canto de los grillos, seguramente que en lo más profundo de un bosque. Los coletazos de luz y sombra producidos por las llamas revelan e incluso animan manadas de bisontes, siluetas de mano o lluvias de flechas que alguien ha pintado en las paredes de la caverna. Regresa a la inconsciencia, pero esta vez el sopor no lo ha provocado el dolor sino su propio cuerpo, que si bien se ha recuperado, todavía está agotado por el trauma y simplemente le está pidiendo más reposo, profundo y reparador reposo.

Poco tiempo después abre los ojos y por fin logra mantenerlos abiertos por más de unos cuantos minutos. Los primeros días de conciencia permanece acostado en la cama, que es bastante cómoda para estar hecha de corteza y ramas. Esos días los dedica a observar su entorno; en una de las esquinas reposan unos extraños cántaros, todos rotos. En el lado opuesto hay un número considerable de huesos apilados, que se ve que ha tomado años en acumularse. A su derecha está una estructura hecha de ramas, de donde cuelgan tiras de carne secándose al aire. Observa a la arquera que, empeñada en mantener la caverna en perfecto funcionamiento, entra y sale trayendo y llevando víveres, plantas y leña. Extrañamente, aunque todo ese corre-corre primitivo es nuevo para él y hasta le parece fantástico, también es capaz de reconocer las razones de una buena parte de las actividades domésticas —esto último sin duda debido a su lectura, durante la adolescencia, de El clan del oso cavernario y otras novelas de Jane M. Auel.

La recuperación es rápida gracias a los cuidados de su captora, que resulta tener amplio conocimiento de las propiedades curativas de las hierbas, y además es una excelente anfitriona, si es que puede llamársele así. Usándola de apoyo, al séptimo día de conciencia logra dar sus primeros pasos y con ellos ingresa a la vida sencilla y silvestre que ha buscado durante tanto tiempo.

Durante las primeras semanas explora las cercanías del pequeño cañón donde la cueva se encuentra empotrada al modo de los indios pueblo. Le extraña que Bic (nombre que le da a la arquera porque de todas las cosas que usted cargaba en la mochila, la que más le gusta es el encendedor azul, que ahora lleva colgado del cuello a modo de talismán) sea la única habitante del área. ¿Cómo es que ha evolucionado al punto de tener fuego sin ayuda de un Prometeo indispensable? ¿Cuál es su historia? ¿Quién le enseñó a tensar un arco, a hacer las flechas o a pintar las paredes de la cueva? Y en su afán por encontrar las respuestas a tantas preguntas (que resultan ser innecesarias), establece un método de comunicación con Bic, un lenguaje rudimentario desprovisto de palabras, basado completamente en gestos y gruñidos, con grandes lagunas de silencio, y por eso un método que resulta poco eficaz. Esas primeras conversaciones invariablemente terminan en la exasperación —mayormente la suya, ya que es producto de su incapacidad para darse a entender, y además por su eterna terquedad de abordar temas complejos, cuando las cosas pequeñas son las que rigen la vida primitiva.

Con el paso del tiempo aprende a hermanarse con el silencio, que es sinónimo de sabiduría. Los temas importantes los va dejando atrás, junto con las maneras de la gran ciudad. Cambia su ropa por pieles, el pelo y la barba le crecen libremente, las uñas largas dejan de ser un estorbo y se convierten en utensilios para desenterrar raíces y tubérculos. Aprende a medir el tiempo con la longitud de las noches y la inclinación de los rayos solares, y las estrellas se han convertido en las fieles reveladoras de los pocos secretos que necesita saber en la vida. Siente que ese entorno de paz y naturaleza le va abriendo el espacio interior que tanto buscó y que por fin, después de tanto tiempo, usted se está convirtiendo en uno consigo mismo.
Al principio Bic lo ha mirado únicamente como aquel que conoce los secretos que la ballesta esconde. En poco tiempo aprende a usarla y pronto hay abundancia de comida. A usted le enseña a desollar bestias y luego a ahumar la carne y aprovisionarse para el primer invierno, que se ha avecinado irremediablemente. Bajo lo que parece ser metros de nieve, pasan varios meses encerrados en la cueva. Bic aprovecha el tiempo libre para que usted le muestre el uso de los objetos extraños de la igualmente extraña mochila. El hecho de que ella haya esperado todo ese tiempo para preguntarle sobre las cosas menos importantes, le indica la callada complejidad con que Bic organiza su ciclo de vida, y pronto se evidencia que su verdadera intención es utilizarlo como semental. Pero antes ha debido conocerlo mejor; con la elocuencia de las acciones aparentemente inconexas ha debido asegurarse de que verdaderamente usted es el hombre adecuado para ser el padre de sus hijos. Por eso es que lo ha observado a usted por tantos meses y ahora le hace tantas preguntas (señalando con el índice y arqueando las cejas) sobre el sacacorchos y los dos paquetes de Alka-Seltzer, que desde entonces ocupan un lugar privilegiado en el altar, junto con tres latas de cerveza oxidadas, un manubrio viejo y dos bolsas de plástico. Después del periodo de prueba, ella se le ha entregado con una pasión que no usted no conoció con la única novia que tuvo, allá en la lejana ciudad. Entonces comprende que aquellas dos primeras flechas habían sido el llamado de la hembra buscando semilla.

El segundo y tercer invierno lo marcan el nacimiento de Alka y Seltzer, sus dos hijas, eventos determinantes que terminan de cortar todo lazo con su pasado. En esos años verdaderamente coyunturales, concluye que la necedad de las palabras sólo contribuye a distorsionar la verdad, y que la insatisfacción que sentía con todo lo concerniente al mundo civilizado se debía a que vivía inmersas en ellas, creyendo en su poder cuando nunca expresaron verazmente sus inquietudes, mucho menos las aplacaron. Piensa que si no hubiera seguido esa intuición descabellada, si no hubiera sufrido el accidente nunca habría alcanzado esa paz de gentil anacoreta, se habría quedado compartiendo cubículos con otros pobres correctores, cada tanto participando en discusiones inútiles sobre los regímenes preposicionales, odiosa imagen que de por sí sola le quita cualquier deseo de regresar a la “civilización”, que es una palabra torpe y no contiene ni una gota de civilidad. Y ahora que su pasado ha muerto y se ha transformado en un presente eterno y plácido que hace que el tiempo pase sin muchos sobresaltos, vive un interminable hoy donde lo más importante es recoger moras, desollar jabalíes o ciervos y educarse con las enseñanzas de la vida simple.

Su pasatiempo favorito es estar con Alka y a Seltzer, verlas convertirse en dos animalillos más que viven en absoluta comunión con el entorno. Por las tardes se sienta con ellas e inventa leyendas de animales, dioses y héroes, que dibuja en la tierra o en las paredes de la cueva. Y por las noches ama a Bic, a quien el paso del tiempo no ha templado su temperamento fogoso. Y la simple rutina de la vida silvestre permite que los años transcurran fluidamente, casi sin notarse, hasta que llega el día en que, sentados a la entrada de la cueva, usted y Bic, pareja de amantes viejos a quienes el paso del tiempo ha dejado su marca, despiden a Alka y a Seltzer —hembras tan tenaces como su madre, con la mirada triste de su padre— puesto que ha llegado el momento de repetir el ritual que Bic hizo con sus propios padres, y ellas busquen otros horizontes. Al estilo de la vida sencilla que han llevado durante tantos años, la despedida es parca. Hay cabida para la tristeza, pero como no hay palabras para describirla, las pocas lágrimas vertidas hablan por sí solas. Y mientras se alejan majestuosas cargando los arcos y los carcajs que ellas mismas fabricaron, usted nota que a Bic la tristeza se le ha instalado en lo más profundo del pecho. Nunca la ha visto así, y pronto se da cuenta de que nunca saldrá de ese agujero negro que el principio materno ha cavado con sus manos callosas.

Y la vida tranquila de tantos años se vuelve un tormento silencioso, una lenta agonía, porque Bic ya no sale a cazar, Bic no adora a la Luna, Bic no cuida el fuego. La carencia provocada por la apatía se manifiesta en carne engusanada, demonios nocturnos, frío en verano. Usted hace lo posible por salvaguardar la armonía que tanta felicidad le dio durante todos esos años, pero sus huesos quebradizos y la artritis le impiden proveer adecuadamente, y el régimen alimenticio de la cueva se restringe a raíces y nueces rancias. Pierden peso, pierden interés, pierden el tiempo que les queda y no les importa que los años los vayan dejando atrás. Tras un indetermindado número de ciclos lunares, una mañana Bic se despierta con un dinamismo que, a pesar de haber perdido tanto peso, le recuerda a usted la vitalidad de antaño, y en tres días desaloja la cueva de las cosas que tomaron años acumularse. Inmediatamente usted nota que su comportamiento ha cambiado. Durante esos tres días ha estado locuaz, cuando nunca ha sido habladora. Lo más alarmante es que se está comunicando con el lenguaje de gestos y gruñidos, con grandes lagunas de silencio, que usted le enseñó hace tantos años. Habla con usted, con Alka y con Seltzer, con las pinturas rupestres, hasta con ciertas piedras, y las preguntas que hace ella misma se las contesta. No sólo está hecha toda una cotorra sino que ha dejado de escuchar, y a cada momento revuelve las pieles y las insulta porque no encuentra lo que anda buscando. Preocupado, usted procura no alejarse mucho de ella, aunque tampoco quiere acercarse tanto como para que ella lo vea y lo bombardee con sus incongruencias. La noche del cuarto día Bic la pasa en vela y usted, a su lado, la pasa en vilo. Porque Bic se la ha pasado cantando, orando en voz baja, machacando hierbas y preparando una pócima. A la mañana del quinto día vierte un brebaje parduzco en el cáliz reservado para las ceremonias del equinoccio vernal. Luego lo toma a usted de la mano y lo conduce al lecho conyugal. Ella bebe primero y con suaves gruñidos lo insta a beber. Usted sabe perfectamente lo que está pasando; su gratitud es mayor que el temor a la muerte, por eso accede dócilmente. Después de tomarlo, ambos se acuestan, se cubren con las únicas pieles que le quedan y debajo de ellas se cogen de la mano. El veneno es tierno en su efecto, no hay vómitos ni convulsiones, el cosquilleo empieza por los pies y entume todo a su paso, como si la víctima fuera cayendo en un profundo sueño. Unidos hasta la muerte, los dos cierran los ojos y una leve sonrisa parte sus labios. Pero la sonrisa no dura mucho; súbitamente, usted se levanta y la primera palabra que emite después de tantos años es un adverbio de negación: "¡NO!" y se mete el dedo hasta el fondo de la boca.


Intenta incorporarse pero no puede, un tremendo peso lo ancla al suelo. El entumecimiento ha invadido todo el cuerpo y lo mantiene en tinieblas. De repente una luz muy blanca, muy intensa lo aborda y lo alza suavemente. Se remonta boca arriba, lo único que logra ver es el cielo ennegrecido que se va acercando como una imposibilidad. Se retuerce y patalea hasta que por fin logra darse vuelta, y mientras se eleva boca abajo ante sus ojos se abre una vista panorámica del pastizal oscuro, el cerco de alambre de púas hexagonal, los pocos arbustos apenas recortados contra el ocaso, el estanque rodeado de juncos, y en medio de todo, el cuerpo estúpidamente inerte de Henry David Mulligan con una flecha atravesada en el muslo derecho, una ballesta tirada a unos cuantos pies de distancia.

Texto agregado el 15-09-2005, y leído por 149 visitantes. (0 votos)


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