Estoy acostada en el sofá de la sala. El televisor está apagado. La gripe me ha puesto muy mal: fiebre, dolor de huesos, somnolencia. En la cocina está mi mamá preparándome una sopa caliente. Tengo nueve años y ya no quiero seguir viviendo. No por la incomodidad pasajera de la gripe, sino porque estoy convencida de que a mí nunca nadie me amará. El reloj marca las seis de la tarde. Desde el sofá donde estoy echadita, puedo ver la caída del sol por la ventana. El cielo se pone naranja, rojo, rosado, de mil colores. Siento entonces unas culebrillas en mi pechito. Yo siempre quise morir con la belleza con que muere el sol. En eso, veo que una mariposa entra en la sala y comienza a revolotear por todas partes. Pero, a los pocos segundos, sólo da vueltas sobre mí. A pesar de que mis ojitos me pesan por la fiebre, puedo ver que es una mariposa de colores. ¡Son los colores del cielo crepuscular!
Cuando mamá aparece en la sala con el plato humeante de sopa, yo estoy sonriendo, más feliz que nunca.
- ¿Qué pasó, niña? – pregunta mamá muy sorprendida.
- Una mariposa de colores me está rondando. Eso significa que me voy a morir.
- Esta chiquita... ¿Hasta cuándo vas a dejar de decir tonterías?
- No son tonterías – digo, mirando a la mariposita posada en mi mano -. Cuando murió Platero ocurrió lo mismo.