Ding, Dong, Dang...
El año anterior, la pasamos en el pueblo de la tía Clara. Por suerte, este año decidieron festejarla en casa, así que podría tirar petardos con los chicos de la cuadra. Estaba el tío Eduardo, que contaba con su voz ronca y estridente los avatares que paso para llegar desde Cippoleti en su citroneta del 73´,entre los que se destacaba que casi atropello a una vaca y que había tenido un revolcón con una monja que había levantado haciendo dedo; el abuelo Roque que antes de comer ya se había empinado dos ¾ de tinto, la tía Clara con su teñido rojizo, que le comentaba a mi vieja que el secreto de una buena ensalada de frutas residía en los limones, y nosotros: mamá Esther, papá Osvaldo, hermana Juana, y yo, Joaquín.
Sin darme cuenta, en un momento ya estábamos cenando. Nadie hablaba, solo nos escuchábamos los unos a los otros masticando, tragando, bebiendo, eructando disimuladamente, salvo el abuelo, que nos decía que a esta altura del partido no le viniéramos a romper las bolas con los buenos modales en la mesa. Más tarde sobremesa.
Antes que Juana avisara con su voz chillona que eran las doce de la noche, yo tenía todo mi arsenal pirotécnico preparado, pero cuando iba a salir a la calle, papá me quitó los rompeportones, diciendo que eran peligrosos, que no quería ver a sus hijos lastimados en una noche tan especial. La bronca que teníamos con Juana era inmensa, lloramos y pataleamos, pero no hubo caso. Solo guardaba la esperanza de que la rabia, la impotencia que cargaba en ese momento, pudiera ser calmada con un buen regalo junto al árbol. No quise brindar, pese a la insistencia cargosa del tío Eduardo. Luego de que todos se besaran, se abrazaran, se emocionaran por algún pariente que ya no estaba, llego la hora de abrir los regalos.
A las tambaleadas por la borrachera que tenía, el abuelo fue el primero en extraer su obsequio de la montonera de cajas de diversos tamaños y colores. Luego todos juntos comenzamos a buscar nuestros obsequios. Papá rompió velozmente el envoltorio azulado, y luego desde una caja de cartón, que no tenía inscripción alguna, el regalo salió por fin, era una pistola Glock, un arma que por lo que vociferaba papá con algarabía, derribaba con facilidad todo lo que se pusiera delante. No salía de su asombro, su excitación era increíble, sus ojos se desorbitaban recorriendo las formas rígidas de la pistola. Mamá por su parte, también estaba muy contenta con su obsequio, el niño Jesús, Santa Claus, Papa Noel, o como quieran llamarle, le habían traído un vibrador. Prominente falo de látex, que apenas lo encendieron, comenzó vibrar y moverse lentamente como una lombriz que la sacan fuera de la tierra. Mamá y la tía Clara ante aquella escena, soltaban risas breves y nerviosas. Por su parte, el abuelo, que fue el primero en sacar su regalo, aún no podía quitarle el papel a la diminuta caja. El tío Eduardo lo ayudó a desenvolver. El abuelo comenzó a reír, y le agradecía a todos los santos en italiano por los tres ácidos. El tío Eduardo queriéndose aprovechar, le decía al abuelo que si deseaba podía quedar bien con él, ya que le había ayudado a abrir el presente. No tuvo respuesta por parte del nono, que ni bien guardó los ácidos en el bolsillo de su saco beige, se marchó de casa. El tío, ante la negativa del abuelo, abrió su obsequio, era una muñeca inflable. – uhhh..buenísimo, es de las que vienen con sabor!!!- fue lo primero que soltó, apenas comenzó a inflarla. La caja de la tía Clara tenía agujeritos. Estaba encantada con su nueva mascota, una tarántula enorme. El peludo arácnido estaba expectante en la pequeña pecera en la que se encontraba, y la tía ya buscaba en algún recoveco oscuro del comedor una cucaracha para alimentarla.
Y en lo que compete a los regalos de Juana y yo, solo puedo decir que es tremendamente odioso cuando sos chico y en vez de juguetes hay ropa.
FIN
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