En ese cuarto blanco, sin rasguños, sin paredes llenas de humedad. Sollozaba por mis sueños: por los concluidos, por los que llegaron a mitad de camino, por los no nacidos. Y la esperanza brotaba sin vergüenza, deshonrada por el mundo y sus sobrevivientes que creían gobernarla, imaginaban ser padres de la patria potestad y encerrarla entre rejas, desconectar el respirador que hacia vivir a sus pulmones, asfixiarla con una almohada de plumas. Pero existía el aire, que estaba a su favor, que no lo veía pero lo sentía los arrebataba cuando todos venían, dejándola a salvo, promulgando los días. No había medicinas, no confeccionaron un escudo de hierro, se olvidaron de que ella era necesaria.
Al asistir el día, nadie se percataba, todos ebrios de felicidad, el corazón no aleteaba; el viento había calmado, y a ella se la habían devorado.
|