Mientras esperaba que llegaran los primeros clientes y más por ocio que por interés, el barman leyó, desganadamente, una perdida y poco interesante noticia en la sección policiales del diario de ayer : ‘’ El cuerpo sin vida de un hombre de mediana edad fue rescatado de las aguas del mar en la zona portuaria ‘’.

El bar estaba ubicado en la parte baja de la ciudad en las cercanías del puerto. Al penetrar en él, después de bajar cinco desgastados escalones, un aire cargado de cigarrillo y alcohol recibía a los pocos clientes que acostumbraban a venir a ese pobre y mal iluminado lugar de encuentro entre marineros aburridos y prostitutas casi jubiladas. Dos de las cuatro paredes pintadas de color marrón ostentaban, junto a algunos viejos cuadros navales, oscuras condecoraciones de húmedad y mugre. Detrás del mostrador, un largo espejo y unos estantes cargados de botellas medio vacías cubrían parte de una de las dos restantes mientras que sendas ventanas en la cuarta conectaban al bar con el resto de la ciudad. Algunas mesas de madera y las melodías de un piano, tocado por un pianista de cuarta, le daban al lugar un toque de tristeza.

Desde su arribo al país Ignacio había compartidó su exilio y sus añoranzas con unos vasos de whisky barato, de importación dudosa. Por lo general se sentaba solo, siempre en la misma mesa al fondo del salón, como tratando de no ser visto. Sin más compañía que sus pensamientos y esos recuerdos de un país allende los mares. Su ausencia en los últimos días no había pasado desapercibida para los habitúes del lugar a pesar que él siempre quiso lo contrario. Para ellos Ignacio siempre sería parte del bar, del whisky y de esa música que, como él, seguirá empeñada en bailar con el blanquecino humo de los cigarrillos.