Era una de esas tardes lánguidas de domingo, calles casi solitarias, recuerdos descolgándose de la memoria. En el aire, más bien una nostálgica tibieza.
Cada domingo, y desde hace algunos años, acostumbraba caminar sin dirección que me esperara, como un líquido triste deslizándose por callejones desconocidos.
Este hábito, este caminar, prolongaba mis momentos más lejanos, traía a mi balcón un canto que siempre, en carne y hueso, esperaba ver volver, por lo menos eso pensaba hasta aquel instante.
Pero aquella tarde, venía con un puñal inesperado bajo su gris vestimenta. Ella, apareció de pronto, paseaba con tres niños que jugaban a su alrededor. La reconocí como quién reconoce al detalle lo que le perteneció alguna vez.
Hoy, cada domingo, desde aquel encuentro, salgo de mi tumba a tomar el sol, las calles son más solitarias que antes y mis vecinos más silenciosos que yo.
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