Después supo que no eran abejas las que zumbaban tan atrozmente.
Mientras lograba desperezarse tumbada en el fresco de la hierba y trenzándose fijo el cabello, pensaba que no había de qué preocuparse, que todas en algún momento habían pasado por ahí, las ansias desesperadas, el calor y el miedo, callado pero miedo de quien experimenta el amor por primera vez... - ¡Basta! -Dejó mudas de un golpe las voces en su cabeza- Manuel me ama.
Esa tarde las abejas comenzaron a zumbar.
Manuel era un joven hermoso, - ¡el más hermoso del mundo! repetía Jacinta a los cuatro vientos- aun que no conociera más que un puñado de jóvenes, aun que sus ojos nunca hubieran salido del pueblo.
Decían las malas lenguas que el Manuel era un completo fracaso, un vividor, que pobre su mamacita ¡cómo sufría por su causa!, que era un aprovechado y un mujeriego.
Hasta doña Carmen, la mujer del boticario muchas tardes iba a quejarse con la mamá del Manuel (y de paso a ver si se lo encontraba tirado en la hamaca), por que una cosa era el gusto que le provocaban las miradas lúbricas del Manuelito y otra que fuera a caer en las garras de las bajas pasiones, ¡cómo una señora tan decente, tan respetable, tan señora del señor boticario iba a andar sintiendo tanta cosa tan liviana, tan impura! así que mejor se espantaba las ganas con reproches.
- Doña Rosario, ese Manuelito otra vez me anda miroteando. Quién sabe qué cosas le pasan por su cabeza, hasta me dice cosas que no me atrevo a repetir!
- ¡Ay doña Carmelita! Dispénselo usted, ya ve cómo son los jóvenes de ahora, no respetan a nadie. ¡Yo ya no puedo con este muchacho! Mire usted todas estas canas, to-das me las ha sacado este Manuelito... no sé por que salió así... si su padre viviera, se volvía a morir, y él que era tan bueno, un santo!... pero yo ya no puedo, estoy tan sola, tan vieja, tan cansada... que pena doña Carmelita... ¡que dolor!
Pero Jacinta no se creía todos esos cuentos y lloraba todas las noches pensando que nadie conocía a su Manuel como ella, y rezaba pidiendo que pudieran ver lo limpio de su corazón. Ella sabía que su Manuel era bueno, que no tenía ojos más que para sus ojos, que la amaba como a ninguna otra. –sí, es hombre, cómo no le van a gustar las muchachas, pero su corazón es mío y nomás mío- les decía a todas como una fiera-
Y las abejas seguían zumbando.
Después del día de la fresca hierba, pasaron las fiestas del pueblo y corrió el calendario sin que el Manuel apareciera en la esquina del farol donde Jacinta lo esperaba puntual a las 7 cada tarde antes de ir a buscar el pan. Todas en el pueblo, todas menos Jacinta, sabían que la gringa se había llevado al Manuel, que le había puesto casa en la ciudad, y vivía como rey.
Pasaron los tiempos y Jacinta no olvidó, pero vaciando un poco de recuerdos su corazón, logró darle un pedacito de espacio al Chus de todos los tiempos, ese que la había acompañado en cada una de sus penas, ese que había llorado con ella cada una de sus lágrimas y se casó con él. Tuvieron cuatro hijos, una casa con un durazno en el centro de patio, tres gallinas, un perro y dos cotorras.
Y de Manuel nada se volvió a saber. Y las abejas no dejaron de zumbar.
La tarde en que Jacinta murió de vieja tuvo una de esas certezas que solo tienen los que están al borde del otro lado.
- No eran abejas las que zumbaban, era solo mi agitado amor que no me dejó escuchar.
Su corazón, envuelto en luto de domingo cesó entonces su marcha... finalmente las abejas dejaron de zumbar.
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