El espejo
La muchacha de ojos grandes se acercó temerosa al médico brujo de la tribu. Yo no había nacido todavía. A esa mujer le debo mi existencia terrenal.
Taibu Michai encendió el caldero, oró al dios de las estrellas e invocó los poderes de la luna llena. Sacó unos polvos plateados de su bolsita de cuero, los vertió sobre un líquido lechoso y los unió sobre el calor de la hoguera. Esparció esa mezcla con rápidos movimientos sobre el trozo de vidrio, una reliquia, un trofeo recuerdo de la terrible batalla cuando los conquistadores devastaron su aldea, violaron a sus mujeres y masacraron a hombres y niños. El indio se negó a recibir pago alguno por su trabajo pero le hizo prometer que yo debía ser legado a las mujeres de su linaje. Aymará se marchó esperanzada.
Otro ciclo lunar culminaba y el amor furtivo llenó, a la hasta entonces infeliz morena, de una plenitud que le abrazaba el cuerpo y los pensamientos. La envolvió la cadencia. Le cambió el ánimo y las costumbres. Nueve meses más tarde dejó esta vida en el parto con
una sonrisa tenue en su boca.
Luna, que así se llamaba la huérfana, creció entre abrazos de tías. Tuvo una infancia feliz y un matrimonio desgraciado. Pasaba casi todo el día en el altillo buscando antiguas historias entre los olvidos familiares. Uno de esos días me encontró envuelto en un pañuelo de seda –uno de hombre, con iniciales bordadas- en el baúl de su madre. Me llevó a la reservación y le encargó al viejo artesano un marco de plata labrado con los caracteres de la tribu de sus ancestros. Una mañana de domingo, la esperó en la puerta con el encargo. Me entregó y se marchó sigiloso. Luna corrió a su dormitorio, descolgó la imagen de la Virgen y me colocó allí, en el sitio más iluminado. Me miró, se miró. Me reflejé en sus grandes ojos negros. Allí, en ese instante, sucedió. Le regalé la cadencia que produce ese amor imaginado, esperado, inventado.
Viví muchos años con Luna, luego con su hija y, después, con Fernanda, su nieta. Amé a cada una de ellas y las seguiré amando sin poder hablarles con palabras de hombre, sin tocarlas con manos de hombre, sin desearlas como podría hacerlo un hombre. Lo haré desde mi espíritu pulido en el cristal, ése que ve en el reflejo sus almas y las comprende. Pero hay algo que no alcanzo a vislumbrar todavía porque sólo ha de tener sentido para quien es, esencialmente, mujer. No entiendo cómo después de haber sufrido la dulzura de la cadencia y luego de haber perdido aquellos instantes de bellísima locura, vuelven a la rutina que les ha tocado sin quebrar el ánimo, como si nada, absolutamente nada, hubiera cambiado en ellas.
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