| CASCABELES
 A Sergio Guerrieri
 
 
 Mi amigo Sergio regresó de su anhelado viaje de estudios a las pirámides a
 
 mediados del verano. Fuimos a recibirlo al aeropuerto. La espera fue larga, el
 
 avión estaba demorado ya que en el viaje debieron solucionar, varias veces,
 
 desperfectos menores; tuvieron que soportar tormentas y un cambio de
 
 tripulación por un extraño malestar inexplicable.
 
 A su llegada nos repartimos en los autos y fuimos directamente a casa de
 
 Sergio donde habíamos preparado una reunión sorpresa para nuestro
 
 aventurero amigo arqueólogo.
 
 
 Después de acomodarnos en el amplio living, Sergio comenzó a repartir los
 
 regalos. A mí me dio un objeto bellísimo: Una sucesión de cascabeles
 
 rústicamente anudados a varias cuerdas trenzadas en cuero fino y con perfume
 
 a tierras lejanas, cada uno de diferentes tamaños. Al sacudir la pieza con un
 
 leve movimiento se producía una melodía inexplicable como si aquél rústico
 
 instrumento pudiera producir el efecto de una sinfonía compuesta de viento
 
 desértico, golpes de arena  implacable, calor de sol milenario o frescura de
 
 rocío sobre piel ardiente.
 
 
 
 Cuando llegué a casa, bien entrada la noche, lo colgué fuera de la ventana.
 
 Me recosté para observarlo detenidamente. Pensé que no podría escuchar su
 
 música a menos que yo misma lo hiciera sonar sacudiéndolo, ya que es un
 
 objeto pesado y por acá no sopla el fuerte viento del desierto.
 
 
 Entré en un sopor perfumado. Caminé entre las dunas a media noche bajo un
 
 cielo negro y con estrellas, tantas como jamás había visto. Sentí frío y me
 
 cubrí con el manto. Un rebaño descansaba en el oasis, cuando una de las
 
 ovejas se alejó del grupo, el pastor sacó el objeto de su morral y la música
 
 comenzó a llamar a la inmensidad del desierto.
 
 
 
 Amaneció una tormenta tempestuosa. Los cascabeles bailaban feroces en mi
 
 ventana. Oscureció repentinamente. Un rayo cayó muy cerca sacudiendo la
 
 casa. Sólo se escuchaban los cascabeles y la Naturaleza enfurecida. No sentía
 
 temor, estaba maravillada por la magnificencia de los acontecimientos. Podía
 
 percibir la electricidad de la tierra erizándome los pelos de la espalda, el
 
 viento alivianando mi cuerpo y los huesos sacudidos por la extraña música.
 
 No podía moverme. Sólo permanecí parada, en medio de la habitación,
 
 mirando por la ventana abierta, empapándome con las ráfagas de lluvia
 
 torrentosa.
 
 
 Parece que han pasado muchas tormentas y muchos soles desde la Gran
 
 Tormenta. Mis pies  ya no son pies sino raíces, mi cuerpo ha crecido, mis
 
 brazos se han multiplicado, mis dedos terminan en cascabeles. Amo la lluvia y
 
 el viento que alimentan el jardín bajo mi sombra que ha cubierto la casa.
 
 
 A veces me acuerdo de Sergio como en un sueño, de las cosas que me
 
 contaba antes de partir al desierto y de cuando prometió traerme un regalo que
 
 cambiaría mi vida y borraría mis pesares. Hace algunos años vino, se quedó
 
 unos instantes con la mirada fija en los cascabeles de mis dedos y, luego, se
 
 retiró con la cabeza gacha como soportando un gran peso en la espalda y se
 
 alejó, caminando lentamente, para no volver.
 
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