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Brisas espectrales me provocan escalofríos. El sonido de un puente azotado por las olas de un mar picado me hace temblar. No sólo es un frío que me carcome las entrañas, también es una sensación de calor insoportable. Ambas están en mi cuerpo, y me muelen hasta los huesos, creándome un dolor ronco.
De pronto toda la habitación cambia repentinamente. Aquel calor casi insoportable se vuelve un sudor frío, causado, como siempre, por las pesadillas. Esos sueños nocturnos que me acechan diariamente hasta quitarme el aliento. Cada vez las soporto más, pero recuerdo aquellas primeras noches en que luchaba por salir de aquellos espectros demoníacos, tan cargados siempre de terrible realidad.
Me levanto y voy a la cocina por algo de comer. Suelo ser una persona hambrienta, especialmente por las mañanas. Tomo un poco de yogur con granola y salgo a la terraza de mi pequeña cabaña en la playa. Siempre he adorado esta casita, desde que era chico y mi madre nos llevaba para visitar a la abuela. ¡Qué tiempos aquellos, caray!
Desde la pequeña terraza puedo vislumbrar un horizonte hermoso, coronado por blancas nubes, seguidas por un sol naciente, pálido y un poco frío. Es un hermoso espectáculo que culmina con el mar azul, con tonalidades amarillentas debido al reflejo del astro celeste.
Alcanzo a ver a mi madre a lo lejos, con el vestido azul que siempre me gustó, y tras el cual siempre me escondía. Mi hermana camina a su lado. Tiene seis años, y ambas son parte de un cuadro bellísimo, en conjunto con el paisaje matutino.
Vuelvo a abrir los ojos y observo mi celda. Esta celda en que he despertado todas las mañanas -y también por las noches, sin aliento- desde hace ya muchos años. Recuerdo día a día qué fue lo que me trajo a esta maldita cárcel. Fue la primera vez que lo hacía. Nunca creyeron mis razones. Tampoco lo hacen ahora. Ahora que me arrepiento, y que no lo puedo cambiar, aunque lo deseo. Lo deseo con todo mi podrido espíritu, desde que despierto hasta que me recuesto de nuevo en esta pocilga, entre mis desechos y los restos de mi vergüenza. De mi vergüenza y de mi dignidad.
Hay momentos en que me encuentro reprochándole a mi madre -en paz descanse- mi estancia aquí. Ella siempre tuvo la culpa.
-¡No! ¡Deja de pensar en esas cosas tan atroces! No fue más que tu culpa, y lo sabes. Es hora de que comiences a aceptar tus errores, tan inofensivos o terribles que sean. Nunca alguien más podrá ver en tus ojos al pequeño niño, tan inofensivo y temeroso que se escondía tras las naguas de su madre. Aquella madre que siempre te dio todo para que tuvieras una vida como la que tu padre jamás les habría dado. Por eso se fue de su lado, para protegerlos, a ti y a tu hermana hace ya más de veinticinco años. Tu hermana apenas nacía, y tú ya eras un mocoso de cinco inviernos.
-Pero esa cálida mañana en casa de la abuela, no soporté verlas juntas. A pesar de mi corta edad (once años), un latente rencor invadía mi pequeño cuerpo. Después de terminar mi granola, fui a lavar mis platos, como sólo tú me lo habías enseñado, mamá.
Volví a verlas a través de la ventana mientras secaba un cuchillo, "muy filoso", según tú, hermanita. Tu hermoso vestido azul ondulaba con el viento, mientras cargabas y jugabas con la pequeña Amanda. No lo pude soportar más; debía acabar con esa sensación tan insoportable de odio y rabia. No podías, no debías quererla más a ella que a mí, tu primogénito, tu único amor.
Me acerqué a ustedes, y recuerdo que pensaron que jugaría a la orilla del mar. Nunca vieron el cuchillo; no se lo imaginaron hasta que un dolor punzante les recorrió las entrañas. El mar, que minutos antes arrastraba un líquido azul celeste -como tu vestido-, se tiñó de rojo, del color de tu sangre y la de Amanda juntas. Que bien recuerdo tu mirada de terror. Mientras tu corazón dejaba de palpitar, observabas atónita mi mirada, tan igual a la del hombre que dejabas atrás para salvarnos, para no ser como él. Que triste, no sabías que había heredado la locura de mi padre.

FIN

Texto agregado el 14-09-2005, y leído por 115 visitantes. (0 votos)


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