La cama trascendía el hueco de tu ausencia; mis párpados cerrados, esperaba llenar ese vacío, con las alas de tu alejamiento. Y si bien amaba y odiaba, saborear las despedidas; tu piel en este instante, había quedado ya fuera, del territorio de mis días. Después del almuerzo, me interné en el hemisferio de los libros; como una brújula latiendo en todos los sentidos; Borges, acrecentó las letras que yacían, en el laberinto de mi alma, dentro de lo opaco del espejo; Whitman, valoró mi dimensión de lo noble y lo frugal, tendida en el retoño de su hierba; mientras Neruda, llevó mi ser por el infinito de sus manos, para extenderme en el suspiro de la prosa. El atardecer detuvo mis sentidos, que en silencio compartían historias, para perderme en las siluetas de las sombras: tus manos caían desde lo alto de la biblioteca, en busca de mi nombre; te vi nervioso; dolorido; atado a los recuerdos que te lastimaban. Y como un gato equilibrista, saltaste hacia el abismo de mi piel, que ya casi no te conocía, en una pirueta celestial, eterna y sigilosa; mis pupilas navegaron bajo el mar de tu confianza, que se hacía tormentoso, a la llegada de mis costas. Y compartí el límite contigo, en un sin fin de escaramuzas; agitado; solitario; confuso. Trataste de llevarme dentro de tu barca, como un marino fuera de las coordenadas; y mis brazos cedieron con la primera ola, que te arrancó el rostro de mi lado. A lo lejos, tu figura diminuta, se mecía en la profundidad de la rompiente; esbocé tu nombre, en homenaje a los años compartidos: Rodolfo..., y el horizonte devoró la masa de tu sangre, atrapada en las redes, de otros mundos.

El sonido del teléfono, quebró mi ser en infinitas puntas; la dulzura del ensueño, había perdido ya su encanto: El capitán y compañero de mi exesposo, Jorge W., había llamado, solo para darme, su más sentido pésame.


Ana Cecilia.