Pensaba que esa noche no había elegido bien el lugar. No le gustaba el olor, ni la tremenda humedad de ese sótano.
Mientras que un hilo de agua se colaba por una minúscula hendidura en el techo, la mujer lo miraba temblando desde un rincón, con las piernas cruzadas.
Él también la observaba. Su rostro le hacía acordar a alguien que prefería olvidar.
La sed se tornaba cada vez más intensa. Entonces él se fue acercando lentamente, y con sus manos frías comenzó a recorrer su cuerpo. Ella lo miraba con cara de espanto, parecía que se había desvanecido su última esperanza de escapar.
Por un instante apartó la vista de su captor y en una pared pudo ver un cartel que decía “El Sol de Medianoche”. Hace años ese sótano había sido un lugar de tortura. Ella lo había escuchado nombrar varias veces, pero nunca había pensado que lo iba a conocer de esa manera.
Cuando el éxtasis lo invadió, comenzaron a brotar lágrimas sanguinolentas de sus ojos. La sacudió violentamente, la tiró al piso y comenzó a alimentarse de ella, hasta que decidió detenerse. Levantó la vista y contempló su rostro en un espejo roto. Qué estúpido ser puede creer que su imponente presencia no genera un reflejo
Ella comenzó a tener fuertes espasmos. Él clavó sus colmillos en su muñeca izquierda, hasta que su sangre comenzó a fluir. Esa situación lo excitaba aún más que terminar con una vida, porque era el mismo acto de la creación. Era como concebir una nueva vida. Nada más similar al momento de parir. Nada más macabro que llevar una vida hacia las tinieblas. Colocó su muñeca en la boca de la mujer, que estaba al borde de la muerte. Y ella bebió. Como un animal desesperado se aferró a su brazo.
Y en el momento exacto, él la apartó con violencia. Fue un instante eterno, que ella transitó entre bruscos temblequeos y con una feroz desesperación. Hasta que estuvo en calma para experimentar su propia muerte. Así fue como nació a una nueva existencia, rodeada de sombras.
Entonces sus ojos comenzaron a ver nuevas formas. Sus recuerdos parecían perderse en la lejanía, sus afectos se esfumaban en una espesa niebla, poblada de imágenes distantes.
Cuando empezó a acostumbrarse a sus nuevas sensaciones, dejó que su mirada se posara en aquel extraño objeto que parecía mirarla. Sin embargo, el gato rojo continuaba inmóvil en esa sucia mesa.
En ese momento sintió por primera vez esa sensación tan demencial. La sed la estaba consumiendo. Ese sentimiento, que por primera vez la invadía, le daba miedo. Una desesperación mucho más fuerte que la del hambre. Una excitación mucho más obscena que el propio sexo. Una fijación mucho más intensa que la depravación. Una agitación única y exagerada que la desquiciaba y la sacaba de sí.
Él la miró a los ojos y sonrió. Había completado el círculo. A partir de ese momento, la nieta de su antiguo maestro sería su nueva compañera. |