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Traca, traca, traca. Mientras la ruleta daba vueltas, los corazones de todos los presentes latían cada vez más rápido, y un sudor frío recorría la frente de quien lo había apostado todo: su dinero, su casa, su familia; su vida. Ganó la ronda. No tenía de qué preocuparse sino hasta tres turnos después. Traca, traca, traca. Una persona perdía en cada ronda, lo cual significaba zozobrar en un mar infinito del cual es imposible regresar. La fatídica pérdida del siguiente jugador se acompañó de un ruido como de explosión. No había nada más que hacer; lo había perdido absolutamente todo.
Con esa nueva baja en el “equipo”, el pulso de todos los presentes en el cuarto aumentaba a niveles peligrosos. Se sentía una vibra insoportable en toda la habitación. Todos se encontraban de algún modo consternados. A pesar de no conocerse, el fracaso de aquel compañero de juego les pesaba a todos. Y es que no era para menos, literalmente lo había perdido todo, desde su fortuna, hasta el aliento.
Las reglas del juego eran sencillas, pero muy extrañas: nadie podía dar la vuelta y renunciar a las apuestas. Quien entraba no podía salir más que muerto. Cada ronda ganada, sin importar el resultado que arrojara la ruleta, significaba la ganancia de un millón. Cada pérdida significaba llevarse el dinero, depositado inmediatamente en una cuenta de banco, aunque todo a un precio poco deseable. En cada ronda uno de los participantes salía del juego. Había siempre un número desafortunado, y por ende, un jugador desdichado. Sin embargo, no éramos pocos los que habíamos aceptado tales condiciones.
Las rondas habían comenzado en siete personas; ya sólo quedábamos tres. El primer jugador era un hombre realmente desesperado. Un trotamundos sin dinero que necesitaba regresar urgente y desesperadamente a su país natal para presenciar el fallecimiento de su madre, que agonizaba desde hacía varios días. Aquel joven necesitaba dinero rápido y el extraño juego de ruleta fue lo más confiable que pudo encontrar. Fuese cual fuera el resultado de la ronda tendría dinero asegurado. Sólo debía ganar más de una ronda, y según él, contaba con la suerte necesaria, pues siempre pendía de su cuello el relicario de la abuela, cuyo espíritu se encontraba cerca, siempre y cuando no perdiera de vista tan valorada joya. Lo gracioso del asunto es que después de esa primera ronda se notó un tanto más nervioso que al principio. No sería tan fácil salir victorioso de todas las rondas; ni siquiera con el relicario…
El segundo hombre no tenía absolutamente nada que perder, pues su esposa lo había dejado precisamente por falta de dinero, y tal vez por ciertas infidelidades, pasajeras pero inolvidables e imperdonables por ella. Él necesitaba mucho el dinero para que su mujer lo aceptara de nuevo y así no tuviera que ser él mismo quien lavara y planchara sus camisas. Era un hombre sumamente nervioso y desaliñado. Me molestaba sobremanera el sudor en su frente y el modo tan ruidoso en que tronaba sus falanges por la desesperación; cada cinco minutos se escuchaba un aparatoso “¡crack!” que revelaba una artritis prematura en aquel desagradable personaje.
Traca, traca, traca. Las oportunidades de ganar eran cada vez más remotas, y tanto la desesperación como el miedo nos embargaron a todos. Número de la suerte para El Infiel. Un suspiro cruzó la habitación. “Salvado una ronda más”, pensé. Aumento en el monto depositado en la cuenta de banco suiza.
¿Por qué me encontraba yo en la habitación? La respuesta me parece sencilla, pero no sé si ustedes la puedan entender. Esa noche entré como siempre a probar mi suerte en el casino. Estaba un poco ebrio y no me importó de ningún modo jugármelo todo aquella noche. Siempre me han gustado las emociones fuertes, y la sensación de la adrenalina recorriendo todo mi cuerpo, sintiendo mis manos sudorosas, mientras veo mi futuro avanzar o perderse entre las apuestas, me apasiona con locura. Simple y sencillamente lo hice por sentir la adrenalina recorrer rápidamente mis venas. No pensé que llegaría a tales grados de ansiedad en una noche.
Trotamundos gira la ruleta, y mientras todos miramos ansiosos el resultado de ésta, el relicario pierde el brillo que tenía al comienzo del juego. De algún modo se ha desprendido del cuello del nieto desesperado y cae al suelo acompañado de un sonido ensordecedor. Junto con él, trotamundos cae de rodillas en el suelo, desolado por la mala suerte que finalmente le trajo la abuela difunta. Ya podrá reprochárselo en el Más Allá.
Llega mi turno. Efectivamente mi cerebro manda la señal de segregar mililitros y mililitros de adrenalina. Tanta, que hace mis manos sudar incontrolablemente. Apenas puedo hacer girar la ruleta, que me da uno de esos resultados poco deseables. “Era cuestión de números”, habría dicho mi mejor amigo. La desilusión hace que estos últimos minutos de agonía los soporte pensando en mi rival, El Infiel, y ahora feliz ganador. Como por arte de magia el sudor ha desaparecido de su frente, y parece diez años más joven. ¿Quién no lo aparentaría si acabara de ganar siete millones? Comienzo a pasar por uno de esos momentos en que miles de ideas se presentan en la mente en milésimas de segundos.
Algunas de ellas me reprochan haber seguido mis ambiciones de adrenalina y peligro. Otras tantas me hacen pensar en mi familia; qué desagradable me parece ahora la idea de pensar en ellos. Por último, un gran pensamiento retumba en mi cabeza: no tengo la menor idea de si los personajes contra los que jugué mi vida realmente eran un Infiel y un Trotamundos. Vaya cosas en las que uno se entretiene para intentar disipar el miedo a morir en un estúpido y peligroso juego de Ruleta Rusa.
Me pregunto, ¿cuál será el encabezado de los diarios mañana? Espero que no sea algo así como “Loco se suicida en lujoso cuarto de hotel después de hacer una fortuna ganando en la Ruleta”. Ya nada me podrá ayudar.

Texto agregado el 13-09-2005, y leído por 118 visitantes. (0 votos)


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