Todavía somnoliento y aturdido, caminé sobre la hierba más fresca y suave que en el mundo haya habido jamás. Caminé pues sabia que hacia algún lugar digno de aventuras me llevaría, aunque a ratos sintiera que estaba en medio de un camino hacia la nada. Caminé, sin embargo, indiferente a mis temores cuando, de súbito, una alevosa y durísima rama golpeóme el yelmo, y lo que me hizo reparar ese tropiezo sólo podía ser tenido como cosa de encanto o de ilusión: un interminable prado se extendía hasta donde los ojos humanos perdían su medida; enormes árboles se elevaban sin termino y sus frondosas ramas se enredaban como si se abrazaran de lo cansadas que estaban de permanecer ahí por tanto tiempo.
Tras otros interminables de estupor, reparé en algo no menos digno de asombro y admiración: una pétrea fortaleza se erguía con soberbia a no mucha distancia de donde yo me encontraba. Parecióme que aquello era cosa de aventura y decidí acercarme para dar a conocer mi visita a los reyes o príncipes que allí vivieran, aunque mi deseo se inclinara más por tener la ocasión de rescatar a alguna princesa de un fementido y descomunal dragón. No hizo mucha falta acercarme demasiado para escuchar las voces de unos guardias que aquella mole resguardaban y, antes de que pudiera siquiera parpadear, dos alevosos jinetes ya me habían rodeado y me llevaban prisionero. Oyéndolos, pude advertir que hablaban- o por lo menos intentaban hablar – castellano, con la cual mencionada jerigonza decían que me llevarían donde su rey Soterrado.
Llevaban, los que así me prendían, un uniforme turquesa y una armadura tan similar que podría jurar que estos bribones no eran sino el mismo ser, creado uno por el divino Dios, pero cortado en dos por tijera del diablo. Así, bien dispuestos en sendos corceles de color harina, dieron la orden de abrir la puerta en la mencionada fortaleza, la cual puerta comenzaron a bajar con un horrísono jaleo de cadenas y voces, que oídas todas a una no me dieron lugar a imaginar que tras ese escándalo, nos dirigíamos a un salón digno de la realeza más alta.
Anunciaron que su majestad estaba por entrar al susodicho salón, y apenas lo hizo se sentó en el trono y, luego de un momento de silencio dijo: “¿Quien sois vos y que hacéis aquí? El rey usaba vestimentas de seda de un color rojo tan intenso que cegaba mis ojos, y una coronas, que aunque de un tamaño poco descomunal, distinguía su estatus. “Soy un caballero andante de nombre Flavio de Ávila, no me veis aquí por mi voluntad sino por obra de la fortuna” le respondí. “Con que se atreve a darse el nombre de caballero andante” me dijo y dirigiéndose al hombre que se encontraba a su derecha dijo: “Le habrás de enseñar lo que un caballero andante significa, caballero de la Cinta, combatiréis con él en batalla”
Y por la orden de caballería andante que le bastó con decirlo para encontrarnos frente a frente como por embrujo, el caballero de la Cinta y yo. Sin tiempo a asir firmemente la adarga y mucho menos encomendar mi suerte a mi soberana, sentí la lanza de mi adversario de turno desgarrar la piel de mi brazo, el cual asistido por un dulce pensamiento de mis amores por mi amada, convirtió a mi herida en un vigor que jamás caballero andante haya tenido en este mundo. No hará falta deciros que mi fuerte brazo hizo justicia con un solo golpe, cuyo dolor acusó el de la Cinta no sin pocos ademanes. Grandes fueron los homenajes que me que se me rindieron en honor de la legitimidad de mi investidura, que como caballero de lanza y adarga, deshacedor de agravios, tengo a mucha honra.
Tanto agasajo y algarabía, nos pusieron al rey y a mi en una situación de refinado y amical di à logo, le pregunte como habían llegado a estas tierras, el respondióme : “No fue mi persona quien por primera vez piso esta tierra, sino un lejano antepasado mío llamado Guillermo, El Explorador, señor del valle de Monterás, huyendo de los moros. En plena fuga lo sorprendió una caída profunda, y he aquí lo que encontró en medio de todas estas maravillas que aquí ve. Poco hizo falta para persuadirse de quedarse en esta cueva junto a sus vasallos”. De este modo, el rey, de cuyo rango y linaje ahora tenía detallada cuenta, me fue relatando la historia de las hazañas de su estirpe para mantener oculto este, su subterráneo reino, a salvo de los ojos profanos. Y ya que se me hacia razonable ofrecerle mis servicios como caballero en defensa de su secreto, cuando me dijo lo siguiente: “Caballero andante, Flavio de Ávila, no podemos permitir que rebeles nuestro secreto”, y eso, señores míos, es lo último que escuche y lo último que mi mente recuerda.
-Señor Flavio ¿No desea volver a la cueva?- pregunto Sancho, con los ojos muy abiertos
-No mi buen escudero, deben haber cerrado el pasaje ya.-dijo Flavio- Y ahora olvídate de todo eso, que es menester de los caballeros andantes no hacer esperar a la siguiente aventura.
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