La noche del dandy
But on the one side sat a man like death,
And on the other a woman sat like sin.
Algernon Charles Swinburn
Triunfal fue también su llegada al King’s Palace, hotel de nombre preciso, que resultó ser modesto pero limpio, que era lo primordial. Con todo el tiempo del mundo desempacó, comió un buen plato de chancho con yuca y se tomó unos nica libres deliciosos mientras gozaba con el atardecer de colores violentos. Se acordó de sus primeros poemas en la Carretera Sur, de las niñas rubias y las niñas morenas del barrio, de sus primeras experiencias con el licor. Al caer el sol regresó a su cuarto, terminó de desempacar y se echó a dormir la pelona, pero un calambre en la pantorrilla derecha lo despertó abruptamente 30 minutos más tarde. Ahora, bañado, vestido, peinado y perfumado, estaba listo, tras una ausencia de quince años, a re-conocer su ansiada Managua, puerca y poética, empezando por la carretera a Masaya y terminando donde el destino lo llevara. Sin hambre en el estómago pero sí en el corazón, entregó las llaves de su cuarto al conserje y salió a la noche llena de presagios.
La primera carnicera que vio fue la morena de minifalda roja que caminaba al borde de la carretera, completamente a oscuras. Disminuyó la velocidad del carro hasta casi detenerlo. Dejó que ella lo rebasara y entrara en el campo luminoso de los faros delanteros. En los pocos segundos que estuvo iluminada, Jerónimo Jil apreció, con ojos de connoiseur, la procedencia de la niña de la Costa, su corta edad, el cuerpo de pantera negra. Cuando volvió a entrar en la oscuridad, la niña de la noche se diluyó en el fondo oscuro de cuchitriles y árboles destrozados, dando la ilusión de que el vestido rojo caminaba por cuenta propia. El automóvil arrancó calladamente y entró a El Camino de Oriente, complejo de edificios prefabricados que de día funcionaba como centro de compras y por la noche se transformaba en el corazón de la zona roja de Managua, atestándose de carniceras, putos, sibaritas, Miami Boys, púsheres, proxenetas, ladrones, borrachos, sodomitas, travestíes y policías.
Bajo las luces verdes y rojas de los clubes nocturnos, Jerónimo buscó una candidata entre los puñados de carniceras que escondidas entre los árboles, le gritaron invitaciones lascivas. Cuando bajó la velocidad, se acercaron a él en pequeñas manadas de sonrisas sonoras y maquillaje burdamente aplicado. Unas movían las caderas como arenas movedizas, otras se sobaban los pechos o alzaban la falda para dejar ver calzones blancos o triángulos negros. Detrás de ellas salió el corro de vendedores que ofrecían todo tipo de mercancía, desde chicles y cigarrillos hasta condones, marihuana y a saber Dios qué otros vicios. Jerónimo sonrió ante tanta oferta; las mujeres se apiñaron grotescamente a su alrededor e incrementaron el mercadeo, y hubo una atrevida que restregó los senos contra la ventana mientras su lengua roja relamía lentamente los labios entreabiertos.
Espectáculo verdaderamente grosero, no fue la desesperación de las mujeres lo que tanto le impresionó sino la triste hipocresía que lograba descubrir detrás de todos esos ojos que ofrecían orgía. Ninguna era puta por opción; para él estaba claro que todas habían sido obligadas a caminar las calles por una u otra razón de carácter sociológico. Pero esa noche de romance no le interesaba la opresión de la mujer como tema de conversación; ése y otros temas de la realidad nacional los abordaría a la luz del día. Esa noche sus adentros ardían por una carnicera nata, de caña y profesión, sin muchas preguntas ni tantas respuestas, una como Mona, la de Henry Miller, que tenía cuerpo y alma y coño de puta, y era el amor y la carne y el principio del placer y por ello el principio de la poesía.
El carro arrancó, haciendo que las mujeres saltaran hacia atrás, y se adentró en la oscuridad. Por el retrovisor, Jerónimo vio los gestos obscenos que las carniceras burladas le hacían mientras volvían a formar los pequeños grupos que se esconderían a esperar y repetir la maniobra con otro cliente. Dobló frente al Lobo Jack’s y salió a la carretera por la salida lateral. De pronto recordó la minifalda roja y decidió ir a buscarla. Repitió el recorrido inicial, y la encontró platicando con una de las fritangueras que tenían su puesto en la entrada del centro comercial. Se aparcó en el terraplén y esperó que la mulata notara su presencia. Mientras tanto, observó que por debajo de la corta falda, el menudo trasero se movía adolescente y seductor al compás de los ademanes de su dueña. Se le antojó verla como a una Dolores Haze tiznada y él se convirtió en su Humbert Humbert, pensamiento que aumentó la fiebre que tenía. La tenue luz del puesto acentuaba la redondez de sus formas africanas, y la fritanguera gorda y las montañas de plátano frito de alguna manera reafirmaban su profesión. A punta de complacer noche tras noche, la carne aún joven se ponía descaradamente a la orden, aunque en ella también había algo de inocencia, de recato, como si todavía le faltara una buena dosis de dolor para alcanzar el cinismo decadente de las carniceras veteranas del centro comercial. Jerónimo vio la poca edad de la niña-puta como otro regalo de su buena fortuna: una potranca carnosa, vigorosa, dispuesta a dejarse mancillar por el mejor postor. No pudo esperar más.
Se escuchó un claxon y la morena reaccionó de un brinco. Desde el silencio y la temperatura controlada de la cabina, Jerónimo le hizo señas con el dedo. Como si no creyese que el conductor de un carro tan elegante estuviera solicitando sus servicios, la mulata se llevó la mano al pecho y se alzó de hombros. Moi? y Jerónimo sonrió casi como un niño. La mulata le dijo algo a la fritanguera. La ventana del lado del copiloto bajó silenciosamente y su operador tuvo que contener la respiración al ver de cerca la belleza costeña de la niña, la combinación de timidez y arrojo de sus enormes ojos, tan negros que parecían no tener pupilas.
—Amor —dijo Jerónimo, jadeando—. Quiero amor, lento y delicioso, de tu bicho posrevolucionario.
—Vamos —contestó la mulata, mirando a la fritanguera, que tomó nota con un movimiento de cabeza.
Las cuatros perillas de seguridad se alzaron con un clic electrónico y la carnicera abordó el carro, llenando la cabina con una mezcla de coco, sudor y licor. Con la mirada en bajo, aceptó que la ventana automática cortara su contacto con el mundo exterior y las perillas la encerraran en esa celda rodante de inusual silencio. Arrancaron; el volumen del aparato de sonido subió para que el piano de Satie descendiera sobre ellos como gotas de leche.
—¿Tu nombre, criatura de la noche? —preguntó él, mientras pasaba la mano por el muslo moreno, tibio.
—Jessica —contestó ella, con voz cavernosa, nocturna, tan profundamente nicaragüense que hizo que a Jerónimo se le despertara algo entre las piernas.
—Jil —dijo él, ofreciendo caballerosamente la mano—. Jerónimo Jil, poeta dandy propenso a terrores nocturnos, primo segundo del marqués de Bradomín.
Jessica la sostuvo por un instante y la soltó. —¿Para dónde vamos? —preguntó, mirándolo directamente a los ojos por primera vez.
—A mi palacio. Ahí tendremos todos los lujos. ¿Querés tomarte unos tragos de güisqui?
Jessica asintió con la cabeza. —Sos bien chistoso, ¿sabías? —dijo, regalándole una sonrisa tímida y a la vez atrevida—. Y guapo, también.
—Gracias mil —contestó él, pasándole la mano por el pecho, donde apretó un seno del tamaño de un melocotón, suave—. Qué rico —dijo para sí y luego a ella—: Vos también sos bien hermosa. No como las viejas hediondas del centro comercial. Me encantan tus piernas, tus nalgas, tu cuerpo de Balthus negro.
—Vas a ver lo que puedo hacer con ellos —contestó ella, y sacó la lengua como culebra enroscada en una rama.
Se estacionaron frente al hotel y salieron, dos sombras en la oscurana. A esas altas horas de la noche, todo huésped tenía que tocar para entrar.
Tres golpes sólidos, el portero flacucho abrió.
—Buenas noches, señor —dijo, abriéndola más para que Jerónimo pudiera pasar cómodamente. Cuando vio que le indicaba a su acompañante que entrara, se interpuso entre ellos.
—Disculpe, señor, este negocio no es lo que usted cree —dijo respetuosamente—. Ella no puede pasar.
En la penumbra de la sala de recepción, Jerónimo observó que el televisor estaba encendido y que estaban pasando una película para adultos. Dos mujeres en un 69 se lamían y relamían en un enjambre de gemidos.
—Pero caballero —dijo, de buen humor—. ¿Qué es lo que usted mira en el televisor si no lo que mi fiancé y yo vamos a hacer?
—Ésa es la televisión, señor —contestó el portero—. No molesta a nadie. No mancha las sábanas ni tiene ladillas.
Jerónimo notó que el portero observaba a Jessica con una mezcla de atracción y repulsión, y aprovechó la ocasión: —Y si yo le propusiera que usted, ella y yo… —dijo, guiñando un ojo.
—Bueno, este… —contestó el portero, dejando entrever una sonrisa de dientes de oro.
—Examinemos la mercancía —dijo Jerónimo, con voz de vendedor de carros.
Los dos hombres salieron. Jerónimo agarró a Jessica de la mano e hizo que girara como en un lento minué, dejando que el portero la apreciara desde los tacones gastados de los zapatos hasta el último pelo rizado de la cabeza, pasando por las nalgas, que estaban descubiertas a medias por la minifalda alzada.
—¿Qué le parece, amigo? —dijo, dándole una palmada en la rabadilla a Jessica—. Tierna, ¿no? Directamente importada del Africa ardiente.
—Bueno, francamente, yo… —dijo el portero maquinando, mirando en todas direcciones, cubriéndose distraídamente la entrepierna.
—Vamos —dijo Jerónimo—. No me diga que esta ricura lo pone nervioso. Ella y yo somos de tendencia progresista, ¿verdad que sí, amorcito? —dijo, viendo a Jessica, que no sabía qué hacer, pero no decía nada.
El portero se animó e intentó agarrar a Jessica de la mano.
Jerónimo se interpuso y abrazó a Jessica, lanzando una carcajada. —¿Sabe que?—dijo—, ¿por qué no la dejamos para otro día? De todos modos usted tiene su televisor, que no molesta a nadie ni mancha las sábanas, ¿correcto?
El portero no dijo nada.
—Vuelvo después de que mi novia y yo terminemos y la pase dejando por su chalet —dijo Jerónimo, y agarró mejor a Jessica, que con costo podía contener la risa.
—Muy bien, señor —dijo el portero, ni aburrido ni decepcionado, mientras cerraba la puerta—. Que le vaya bonito. Aquí lo espero.
Jerónimo y Jessica abordaron el carro. —Antes que nada, libemos— dijo él, y debajo del asiento sacó un maletín plateado. De él sacó un frasco igualmente plateado y sirvió un par de tragos generosos en vasos de cristal; luego cambió a Satie por Guardabarranco. Una preciosa voz femenina comenzó a cantar a capella—. La Flor de Caña pide a Katia o Katia merece Flor de Caña, depende de cómo lo querrás ver. Salud. —Terminó el vaso de un solo trago y se sirvió otro.
—Yo tengo un motelito por ahí —dijo Jessica tras haberse terminado su trago y negándole el otro a Jerónimo—. No queda tan lejos. Si querés, vamos para allá.
—Bien —dijo él, maniobrando—. ¿Hacia adónde?
El carro arrancó hacia el oriente. Mientras se alejaba, en la oscuridad de la noche se escuchó a Katia Cardenal cantar una plegaria de cristal y a Jessica la puta destrozarla con sus carcajadas:
Remando yo sola
vuelven a mis manos
astillas de ayer
La lluvia provoca
el único naufragio de mi soledad
Regresando por más
me tenés
A los pocos minutos llegaron a Los Quetzales, motel que se encontraba sobre la circunvalación de la Colonia Centroamérica.
Pasaron el portón de chapas de zinc y se estacionaron. El motel estaba dispuesto en hileras de puertas separadas por especies de cobertizo que servían de biombo, por donde el cliente y su acompañante, desde el carro, tenían acceso directo al cuarto sin molestar al vecino y sin que los transeúntes pudieran ver quién entraba o salía. Jerónimo pagó en dólares al gerente, que era un viejo gordo que veía televisión en un cobertizo de nicalit, mientras Jessica abría la puerta. Maleta-bar en mano, entró al cuartucho de paredes de asbesto. La decoración se limitaba a un calendario viejo, y los enseres de su primera noche en Managua tras la larga ausencia fueron la cama vieja, el ventilador de esquina, el bombillo que colgaba desnudo del techo, la mesa de noche y, al fondo, el baño, sin puerta. “Perfecto”, pensó él mientras Jessica ponía sobre la mesa de noche una botella de perfume, un paquete de cigarrillos y un condón. En el cuarto vecino se escucharon las embestidas de una pareja fornicando.
—Que no le dé tan duro —dijo ella, y se rió como para romper el hielo.
—Estoy sudado —dijo Jerónimo—. Voy a ducharme.
Se desvistió lentamente, doblando la ropa y poniéndola cuidadosamente sobre la silla, y entró al baño. Agarró la pastilla de jabón y la olió profundamente; el color, el olor y la textura le recordaron a las empleadas de su casa. Temprano en las mañanas él —niño precoz y enamoradizo—las espiaba saliendo de su cuarto bañaditas y listas para empezar el día, su pelo negro brillante por la humedad, olorosas a jabón Palmolive, a agua de Florida y al detergente Fab de sus uniformes. Bajo el chorro de agua recordó con gusto su algarabía de zanates, la manera en que la gran casa de León se llenaba de vida a medida que ellas se entregaban a sus faenas.
La mano que se metió por entre las cortinas de la ducha y que le sobó las nalgas no lo sacó completamente de su trance; con los ojos cerrados dejó que las palmas negras recogieran agua y la chorrearan sobre sus glúteos, sus piernas. Se fue descolgando de los recuerdos para concentrarse en los servicios que esta empleada nocturna le prodigaba sin prisa, en la cuna de dedos que recogió sus testículos y los sobó como a dos joyas de delicada carne. La misma mano subió como araña traviesa, empuñó su masculinidad semierecta y tiró de ella.
—Vení para acá, papito —dijo Jessica, susurrando.
En un abrazo húmedo, Jerónimo buscó los labios gruesos y los besó largamente, sintiendo su sabor a trasnoche. Mientras la pareja caminaba torpemente hacia la cama, la lengua de él surcó el cuello de ella, la nuca, saboreó el sudor y la sal, encontró el lóbulo de la oreja, la línea del cuero cabelludo, sintió poros alertarse en escalofríos. Cayeron en la cama; entre las caricias y los besos y las manos hambrientas él sintió a Jessica tensarse, como que si con el cuerpo estuviera tratando de decirle algo. Jerónimo no hizo caso a su intuición y siguió abriéndose el paso por los pliegues de piel tibia, que por su parte lo alentaban impúdicos. Besó y mordisqueó los diminutos senos, buscó el cierre del vestido.
—Calmate, amorcito —rió ella, tratando de quitárselo de encima de manera que pareciera juego.
Jerónimo deslizó la mano por debajo de la minifalda y constató su fantasía de mariposas negras, tibias, de negra follada, de innominables pecados que la fina tela del calzón ocultaba entre su tejido. Sobó los labios y la ranura empezó a ceder.
Jessica habló. Su voz resonó por todo el cuarto:
Debajo de esta ropa de mujer hay un hombre, y debajo de la piel de ese hombre hay una mujer.
Me lo ha dicho con tanta sinceridad y con esa voz que de repente se vuelve tan masculina sin perder su tono femenino, que no me importa y la sigo tanteando. Ese espejo de espejos, de estrógeno y testosterona, la magia de la ambigüedad, la hendedura que se torna escroto, las glándulas de Bartholin que secretan líquido seminal, hacen que en este preciso instante se me ponga rígida como una salchicha polaca. Con la respiración entrecortada, meto la mano por debajo del calzón y encuentro la bolsa, que empaquetada hacia arriba esconde la daga como a un pichón dormido. Qué delicia es agarrar la orquídea falsa de un hombre que pretende ser mujer, y que de una manera obvia lo es más, puesto que es actuación y el mundo es el escenario de aquellos que mejor actúan y él es una gran actriz. Vas a ver que se siente casi lo mismo, dice cariñosamente, al percatarse de mi disposición. Con ambas manos me agarra la cara y me mete la lengua en lo más profundo de la boca. Yo la abro más y dejo que juegue con mi paladar, con mis muelas. Vas a ver qué rico es hacerlo conmigo. Se ensaliva la punta de los dedos, con ellos acapara mi atención. Con las yemas humedecidas me rodea la campánula y la frota, formando una capucha de dedos que da lentos masajes y que con sus movimientos lubricados hace que el cuerpo entero me vibre del placer. De pronto me encuentro de pie, con las caderas a la altura de su cara. Con gestos rápidos, se estira y saca el condón del paquete y me lo pone con la destreza de quien ha puesto un condón miles de veces. Me engulle de un solo bocado, cierro los ojos y estoy dentro de una gruta húmeda, con vida propia, provista de una terca lengua que se tuerce y produce pequeñas descargas eléctricas que recorren mi pararrayos hasta alcanzarme detrás del ombligo. ¿Te gusta, amorcito? Dice, retirándose y dejando al aire el obelisco ensalivado, nerviado, que dentro de su calcetín de látex rezuma una gota de lubricante transparente, y me mira con los ojos repletos de estro. No respondo y la miro fija, largamente, agarró dos puñados de pelo murruco, lanzo las caderas en pos de su boca, y sin olvidar lo que es, la vuelvo a introducir con ímpetu. Ella recibe la embestida con presteza profesional; con el movimiento ágil de sus labios la erupción intenta escapárseme al parecer hasta por los poros, el intento de explosión hace que el abdomen me corte el aire las rodillas me flaqueen la cabeza me dé vueltas. Cierro los ojos con fuerza, necesito concentrarme, no abandonarme tan rápido, desenrosco los dedos de los pies, respiro profundamente, me llevo las manos a la cara, hago presión sobre los ojos, veo pispirispis. Busco su cuerpo hambriento, con mis manos hambrientas delineo la prolongada curvatura de su torso, que bien puede ser el molde del David de Donatello o de cualquier hembra flemática de Piero della Francesca. Busco sus senos, que ahora sí siento demasiado duros, e inmediatamente quiero denunciar la mentira, jadeando de la excitación le ordeno que se quite el vestido, quitamelo vos, me dice, juguetón. Me le tiro encima y de botón en botón la voy delatando, desnudo la verdad hasta la cintura. El brassiere blanco contrasta con la piel negra, y en las copas no se cortan los pezones negros, como normalmente sucedería con los senos de una mujer de tez oscura. Pero qué digo: estoy con una mujer; no: con otro tipo de mujer: es lo mismo, somos lo mismo, carajo, somos lo mismo. Jessica trata de cubrirse con falso recato, sus ojos delatan la lascivia que la embarga, y tuerce levemente la cintura, con la elegancia de un cisne negro. Se lleva las manos a la espalda y desabrocha el sostén, dos mamilas de silicona caen sobre sus muslos y luego al suelo, dejando en el pecho plano, adolescente, un par de pezones oscuros, arrugados, hermosos. Lo miro a ella, y él me mira a mí, qué hermoso sos, decimos a la vez sorprendiéndonos, nos reímos, él me jala de los brazos y caemos pesadamente en la cama, forcejeamos, ella está encima de mí, yo estoy encima de él, nos anudamos y soltamos nuestros nudos, los resortes de la cama rechinan. Su mano no pierde tiempo y me busca al momento que con la lengua yo busco las areolas negras. Entre risas y forcejeos, me coloco detrás de él, le abro las piernas para que mis dedos sopesen su bolsa y detrás de ella, el agujero que espera. Las menudas nalgas ceden a la indagatoria, tibios, los glúteos se amoldan a mis suaves apretones y con el canto de la mano me introduzco en la ranura, hasta llegar al redondel arrugado, caliente, húmedo, palpitante. Así, ah, vamos bien, dice retorciéndose. Me agarra la mano, la huele y de tres lengüetazos humedece los dedos, se quita el calzón y vuelvo a introducirme en la ranura y ella me da instrucciones, que acato al pie de la letra. Primero un dedo, así, lo meneo para que se acostumbre, ahora el otro, sí, así, dale vueltitas, no, el tercero todavía no, quedate así, me quedo así, no hago nada, ay, qué rico la tengo, y mueve la pelvis para meter y sacar mis dedos embadurnados con la fetidez de su interior. Paso el brazo por encima de sus caderas, alcanzo su hombría y la empuño, pulsa enorme, con orgullosa juventud. De pronto las piezas dejan de encajar, los platillos de la balanza salen volando, el hombre en Jessica comienza a crecer, se hace cada vez más grande, supera a la mujer y después sólo hombre hay, en ese garrote sólo egoísmo y violencia encuentro, el conquistador y el cura me aplastan, no puedo deshacerme de ellos ni de su columna de testosterona; he perdido de vista a Jessica y sólo a Juan o José o como se llame puedo sentir, que es lo mismo que sentirme a mí mismo, la emoción de hacer impacto se pierde, nos vamos estancando en la monotonía de la masturbación, el espejo refleja mi propio reflejo, el olor a mierda que impregna el cuarto huele a mierda, el sudor a sudor, la suciedad del motel pierde su pátina y yo caigo en picada, la situación me parece ridícula, me estrello contra el suelo, no quiero estar aquí, necesito un trago a toda costa y me zafo de lo que sujeto y de lo que me sujeta a mí.
—¿Qué te pasa, amorcito? —preguntó Jessica al ver que el entusiasmo había abandonando a su cliente.
—Estoy nervioso —dijo Jerónimo Jil, a duras penas aguantando el olor a semen viejo y a detergente barato de las sábanas.
—Me estás dejando con las ganas —dijo el muchacho, con voz de mujer.
—No sé… Ya no se siente rico —dijo Jerónimo, y se levantó para servirse un trago doble del maletín plateado. Le ofreció uno a Jessica, que se negó con la cabeza. Él acabó el suyo de un sorbo lento y ávido.
Jessica se incorporó. —Me pasa a cada rato —dijo mientras Jerónimo se servía otro trago y él se estiraba para sacar un cigarrillo del paquete sobre la mesa de noche—. Hasta mi vergazo me han metido cuando se han dado cuenta.
—Yo no te voy a golpear —dijo él, tratando de sonreír, recobrando un poco de su alegría habitual—. No es mi estilo.
—Ah, no seás malo, papito, vení para acá —dijo Jessica, cigarrillo en boca, agarrándolo de la mano—. Dejame tratar —y se lo trajo a la cama, donde lo acostó boca arriba, le puso el cigarrillo entre los labios y le separó las piernas.
Jerónimo cedió dócilmente. Cuando Jessica comenzó, él cerró los ojos e intentó concentrarse pero todo un mundo físico, de sensaciones que lo anclaban a tierra, se interpuso entre ellos, y el ruido pantanoso que los labios de ella hacía, el zumbido del ventilador en la esquina, el goteo del lavamanos, los motores de los carros que pasaban frente al motel, le impidieron tomar vuelo. Completamente consciente de su lugar en el mundo, optó por fumar mientras miraba el pelo murruco de Jessica subir y bajar en su esfuerzo por complacerlo.
—¿Te gusta? —preguntó ella, con los ojos brillosos, los labios llenos de saliva.
—No siento nada —contestó Jerónimo, sus pensamientos en la última lectura de poesía que había dado en Santiago, y el público poniéndose de pie para aplaudir.
De pronto, como en un movimiento calculado, Jessica lo mordió en el muslo.
—¡Ay! —gritó él, levantándose—. ¿Por qué me mordés?
—Porque no quiero que me dejés con las ganas —dijo él, haciendo pucheros y parpadeando rápidamente—. A una mujer no se le trata así.
—Se me quitaron las ganas. ¿Qué querés que haga?
Jessica lo miró con sospecha: —Eso no quiere decir que no me vas a pagar, ¿verdad?. Porque entonces sí va a haber clavo.
—¿Cómo se te ocurre que te voy a hacer algo así? —dijo él, ofendido. Saltó de la cama y sacó la billetera de sus pantalones—. Y para que veás cómo soy yo de verdad. Por tus ovarios —y le dio dos billetes de veinte dólares—. Comprate un vestido. Para que te acordés de mí.
Jerónimo se sirvió otro trago y comenzó a vestirse. Cuando Jessica comenzó a vestirse, él se sentó y mientras sorbía su trago estudió más detenidamente la transición de hombre a mujer. Tenía un programa escrupuloso que consistía en disfrazar todo lo que delatara su cuerpo de hombre. Más bien se trataba de sacar a flote la mujer que yacía al fondo. Al verla completamente vestido, pensó que el engaño era tan descarado que pocos lo notarían: camaleón contra fondo rosado.
—¿Estás bravo? —preguntó ella, al verlo tan callado.
—No —dijo él—. Estoy sorprendido. Para ser hombre sos una mujer muy bella —y lo miró intensamente.
Ella se cubrió la cara con las manos. —No me mirés así, que me da vergüenza.
—Bueno —dijo él, cayendo en cuenta de su realidad—. Hoy no vamos a hacer nada. Vámonos —y terminó de vestirse. Luego dijo, casi como una limosna—: Tratamos mañana, si querés.
—Si querés te consigo una mujer de verdad —ofreció Jessica cuando iban saliendo.
—No, está bien. Demasiadas travesuras por una noche.
Y se marcharon. Jerónimo la pasó dejando por El Camino de Oriente y le prometió falsamente que se verían la noche siguiente. Los dos sabían que nunca se volverían a ver. Después se dirigió al hotel, donde el portero le abrió y le preguntó si le había ido bien. Jerónimo dijo que sí y se encerró en su cuarto. Sacó un fólder de su cartapacios, escogió un poema de su próximo poemario, que sería erótico, y se masturbó con su metáfora favorita. Luego se sirvió un trago y escribió un rato; se sirvió otro y escribió otro rato más. Eran sobre las cuatro de la mañana cuando apagó las luces y se acostó. Se quedó dormido inmediatamente. Su sueño fue sin sueños.
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