Bajaba a velocidad acelerada por el tobogán de las tripas. Su destino era despiadado, repugnante, ajeno a su naturaleza versallesca. Con lágrimas en los ojos, declarado en rebeldía ante ese final de bizarría poco musical, voz prestada por los demonios indigestos, se acercaba al final de su recorrido y de pronto vio la luz, no la que lo conduciría a una dimensión de paz y regocijo sino la puerta por la que asomaría estentóreo y vergonzante, nítido y fétido como un esperpento luciferino. He aquí, que estableciéndose en su espíritu gaseoso una especie de equilibrio, se sintió de pronto levitado por un ideal que parecía superar la inercia y sin retroceder del todo, supo que algo había variado en su condición. De pronto, inflamado de gozo, animado por un misticismo poco habitual, se fue alejando casi milagrosamente de esa fuente luminosa que, pestilente parecía aún querer hacerlo suyo.
Se elevó por el tobogán de tripas con la potencia de una resolución inquebrantable, llegó al recinto procesador de alimentos y desde allí a la escalera de las palabras hasta que una luminosidad radiante, acaso la fuente de todas las luminosidades, apareció ante sus ojos anegados en lágrimas. Entonces todo su continente gaseoso se aligeró de su lastre para transformarse en voz. Y cruzando ese vestíbulo húmedo custodiado por unos labios sonrientes se materializó en verbo. –Gracias –se oyó decir y luego una luminosidad gaseosa se elevó por los cielos…
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