José Jaimes
I
El general Zapata se adelantó hacia nosotros. En el centro de la plaza habíamos concentrado a todos los hombres del Ixcateopan, incluyendo a los ricos de la hacienda.
Como en cada poblado al que llegábamos, habíamos entrado en estampida y disparando los fusiles al aire, haciendo un griterío para asustar a todos los jijos de la chingada…
- Ora sí cabrones, mi general Zapata se los va a pasar por las armas. Más vale que se tengan quietecitos si no quieren que rujan las mudas- como llamábamos a nuestros revólveres.
-Cumplidas sus órdenes mi general –Le dije. Ya están todos bien amarrados: juntitos y advertidos en el centro de la plaza. Si no le ponen precio a su cabeza, se las volamos.
Sin decir nada, bajó de su caballo y me encaró con sus ojos de trueno:
-Acá nomás vuelan las cabezas que yo ordeno, mi cabo. Usté se me puede ir mucho por la chingada, yo no necesito presentaciones.
Mi general se acercó a los prisioneros. De entre todos los presentes, sobresalía una figura alta, de cabello casi blanco. Su estatura superaba al menos de una cabeza al resto de los detenidos. Aunque no hubiese sido tan alto, su porte le habría distinguido de todos: la cabeza erguida, el torso amplio, la espalda recta y gallarda. Vestía una especie de casaca azul claro con botones dorados que le hacía ver como húsar de algún ejército europeo.
Desde que se percibieron, ninguno de los dos pudo evitar fijar la vista en el otro. Mi general se fue acercando a él hasta ponerse de frente al prisionero. Sin quitarle la vista de encima se dirigió a su lugarteniente:
-¿Quién es este jijo de la chingada que me mira tan feo, Romero? ¿Se siente muy fregón este güero?
- Es Don José Jaimes, mi general. –Respondió Romero. Es dueño de la finca Jaimes. Acá dicen que tiene muncho dinero. Su gente habla bien de él, aunque, como todos estos hacendados, paga puras miserias y nuestro pueblo se nos muere…
- Así que “Don” José Jaimes, güero… espero que tengas claro que estamos en una guerra y que la guerra debe pagar a sus ejércitos. Mi gente necesita parque y comida. Contamos con tu colaboración, “Don” José Jaimes… -Dijo Zapata.
El hombre mantuvo su mirada fija en la de mi general y comenzó a decir que los negocios no iban bien, que sólo podría donar unos costales de maíz y unas cuantas cabezas de ganado, pero que no contaba con dinero, pues de eso no había nada en la hacienda. A decir suyo, todo se había perdido por la baja de negocios causada por la guerra.
- Pinche Anciano –Le respondió mi general- si teniendo tantas tierras y negocios está jodido, ¿cómo estarán estos cabrones? Dijo, señalando a la soldadesca que le rodeaba. –Si no tiene plata es porque es malo para el negocio: tal vez no debería seguir trabajando…
¡Amárrenlo con los que nos van a seguir a Taxco caminando! Este güero no sólo es altanero y respondón, sino amarrado… a ver si una caminada por el bosque le afloja los bolsillos. Pinches extranjeros, sólo vienen pa’ explotar la tierra y a nuestra gente.
José Jaimes plantó los ojos en los de mi general y con una mirada fulgurante le dijo:
- Mi general, seré lo que usted me diga, menos extranjero: este país es tan mío como suyo es. Nuestras ideas nos enfrentan, pero no nuestro amor a la patria: nací en esta nación y en ella moriré, más temprano que tarde.
Zapata lo volteó a ver como quien mira a un bicho raro. Después de plantar sus ojos en la cara blanca del viejo, se volteó. Con desdén continuó pasando revista a sus prisioneros y a tres o cuatro pasos de distancia le lanzó:
-Pos no me chingue “Don” José, que puede ser más antes que temprano. Hay gallos güeros y morenos, pero a todos me los chingo cuando se ponen rejegos: mande usté por monedas a su casa o vaya pidiendo un padrecito, que acá nomás tenemos una palabra.-
II
Eran los inicios de 1911 y en México había estallado la revolución. Emiliano Zapata, caudillo del Centro del país, recorría los estados aledaños a su natal Morelos en busca de gente, armas y dinero para combatir a la armada federal. Siempre a salto de mata, cruzando sierras y desfiladeros, su ejército irrumpía en poblados y rancherías. No había quien pudiera escapar a sus hombres intrépidos y salvajes: valerosos y despiadados acataban las órdenes del general sin chistar. Tal era su arrojo que se habrían enfrentado a diez hombres cada uno: como los zapatistas no había otros.
Don José Jaimes era un próspero terrateniente que se vanagloriaba siempre de sus posesiones: solía cabalgar con sus hijos por sus tierras y cuando apercibía un claro en el tupido bosque guerrerense se detenía para señalar hacia el horizonte:
- Ese monte que ves ahí, Camerino, es para ti. Lo podrás repartir a tus bisnietos y hasta ellos serán ricos: ningún Jaimes andará descalzo, nunca…
De ascendencia española, vivía en Ixcateopan desde hacía más de treinta años. Había elegido ese pueblo de la sierra por su tranquilidad, por estar tan aislado y al mismo tiempo tan comunicado: Taxco sólo requería de unas horas a Caballo; Iguala y Teloloapan también. La distancia perfecta para estar alejado del mundo y llevar una vida de paz…
Pero la revolución había llegado: las campanas habían alertado, los relatos de los viajeros eran crudos: sangre, muerte, fratricidios. México entraba en la guerra civil.
La correspondencia con sus hijos, estudiantes y profesionales en la gran ciudad, se lo advertía: los zapatistas se acercan, los federales están haciendo levas, el caos rige: reina el terror, la angustia y la desesperanza: los valores en los bancos son decomisados por el gobierno y robados por los bandoleros: no hay lugar seguro para el oro. El capital extranjero abandona el país… un día se levanta el norte en armas, otro día sofoca el ejército a los insurgentes y al siguiente son los estados del sur.
Poco antes de la llegada de Zapata, José Jaimes había tomado una sabia decisión: una noche sin luna, nubosa y cerrada, había, en compañía de su hijo Camerino, llenado un baúl de madera con sus posesiones más preciosas: monedas de oro y barras de plata que constituían su fortuna inmediata. Lo habían sellado y trasladado a duras penas hasta el jardín trasero y ahí, debajo de un enorme guayabo habían abierto una fosa de más de dos metros de profundidad: enterraron en cofre y luego calcularon y midieron el terreno para poder rescatarlo posteriormente… sólo la noche fue testigo de su secreto.
III
…el viejo había callado. Sabía que llegaba a los límites de la paciencia del revolucionario, y no era cuestión de probar lo lógico: un bandido no tenía nada que perder. No sería el primer hacendado sacrificado a la causa revolucionaria.
El problema era que el oro había quedado sepultado y no era cuestión de arriesgar todo el capital: igual valía estar muerto. Don José Jaimes jugaba su única carta: la del honor.
Jamás se había doblegado o hincado. Seguiría el ejemplo de su abuelo que en 1820, a punto de ser fusilado por los insurgentes, éstos le conminaron a entregar su espada, arrancar sus insignias del ejército realista y abrazar la causa independentista como ya lo había hecho su superior Antonio López de Santa Anna: “Primero he de morir que traicionar mis ideales”, habían sido sus últimas palabras.
–Un Jaimes nunca se dobla- Se dijo Don José.
En el corral donde los tenían cautivos, sólo se escuchaban lamentos. Las autoridades del cabildo, la verdadera indiada, -como les llamaba José Jaimes cada que volvía de discutir con ellos por su incapacidad de hacer frente a los policías rurales que exigían siempre más y más dinero- estaba intranquila: como bestias conscientes de su cercanía al matadero.
Cuchicheando se preguntaban si en verdad los harían caminar hasta Taxco: sería una ofensa de la que jamás se repondrían. ¿Volverían a ser respetados por el pueblo una vez que regresaran de tal humillación?
En realidad, más les preocupaba su rescate: ¿Cómo convencerían al general Zapata de su pobreza? ¿En verdad estarían retenidos con el objeto de obtener de ellos dinero o era ese un escarmiento por colaborar con el gobierno federal?
Se preguntaban porqué Don José Jaimes no despachaba un mensaje a su finca y simplemente pedía unas monedas: seguro sería liberado de inmediato y lo dejarían en paz. Era un rico hacendado y merecía respeto...“hasta del General Zapata” –decían.
El presidente del cabildo no soportó más y se atrevió a acercarse a Don José para rogarle le prestase unas monedas para salvar su vida. José Jaimes sólo le miró como siempre: “Pinche arrastrado. Hasta en este momento eres capaz de sacrificar tu honor. ¿Acaso no tienes siquiera un poco de orgullo? Decidiste jugártela con los federales y ahora esperas comprar tu vida con unas monedas…”
Pero no, no había dicho nada, sólo lo había pensado: pero tal vez él lo había dicho con los ojos y él lo había escuchado con los ojos, el caso es que el hombre sólo agachó la mirada, bajó la cabeza, dio media vuelta y volvió con los suyos, donde se impuso un silencio que ninguno se atrevió a perturbar.
IV
Zapata era un hombre duro que cobraba con aspereza las afrentas que él mismo había padecido. Cada hazaña lo hacía más grande; su enorme bigote, su amplio sombrero, su mirada temible, sus mujeres, su vestimenta, todo en él contribuía a atizar la imagen de una leyenda. Había elegido su figura, o su figura lo había elegido a él, pero era imposible dejar de ser quien era: Zapata no tenía corazón y su causa era como él: despiadada, destructiva, vengativa y ciega… los sentimientos pertenecían a un mundo que no era el suyo.
Por eso cuando le dijeron que la esposa de Don José Jaimes lo buscaba y que no había querido hablar con nadie sino con él, se alegró, pues se dijo que después de ver a tanta indiada, al fin podría ver a una mujer de verdad, a una rica suplicando por su hombre: “no hay mejor cosa que vengar a nuestros indios y ver a un blanco rogarle a un hombre del pueblo” –Se dijo.
Pero mi general Zapata nunca lo olvidaría. Yo estaba ahí, y por eso lo cuento, porque él ha muerto y yo estoy vivo; porque me quedan pocos años y si no lo digo, nadie sabrá que mi general de puso de pie ante una mujer, y que esa mujer no fue cualquiera.
A la habitación que había tomado mi general, que por cierto era de uno de los ricos del pueblo y estaba harto decorada con unos cuadros afrancesados que al instante mandó arrancar y poner en la chimenea mi general, entró la mujer de José Jaimes.
Era pequeña, morena, con rasgos indígenas. Su cabello negro, como sus ojos: de un negro profundo e infinito. Su rostro mostraba las arrugas propias de su edad y de la vida del campo. Dos largas trenzas complementaban un elegante vestido indígena, finamente bordado. La mujer hablaba el español a duras penas y se hacía acompañar por una joven de porte altivo, igualmente bien vestida, de mirada penetrante.
Mi general enmudeció al ver a ambas mujeres e hizo salir a todos sus ayudantes, menos a mí.
- Niltze, Tecuhtzintli Zapata, icniuhtli (1). –Le dijo la señora de Don José.
La mujer hablaba un idioma desconocido y se hizo traducir por la más joven:
- Señor Zapata, he traído para ti un presente. No lo traje para pagarte por la vida de mi hombre, que vale mil veces este obsequio, sino como señal de paz y respeto. Los que Ixcateopan habitamos tenemos también sangre de guerrero y hemos combatido las injusticias muchos años antes que tú y los tuyos…
Y diciendo esto, extendió su mano y señaló a su joven intérprete:
- Temaca tetlauhtilli(2)
La acompañante sacó de una bolsa de lana tejida un envoltorio de piel y lo entregó a mi general.
- A ver, tú, cabo, recibe eso- me dijo. Zapata estaba clavado a su silla
Abrí la bolsa con cautela y entregué a mi general un brazalete dorado de un metal ligero que contenía unas inscripciones parecidas a los dibujos de los antiguos mejicanos: figuras extrañas y muy similares a las que se ven en las pirámides. Algo vio en él mi general que de inmediato de levantó y miró fijamente a la mujer, como con ganas de hacerle mil preguntas, pero incapaz de articular una sola palabra. Así permanecieron, frente a frente durante un largo tiempo.
Mi general comprendió de inmediato que esa mujer provenía de la vieja raza de bronce, heredera de nuestros primeros emperadores.
- Nehuatl nimexica(3). Dijo mi general Zapata, que hablaba también el nahuatl. ¿Tlein Monequi?(3)
- tlamatcayeliztli, Zapata, tlamatcayeliztli. Inech monequi (4) tlapopolhuia . -Dijo ella.
- Macado xitequipacho, José Jaimes maquixtia (5). -Respondió mi general.
La mujer extendió la mano y Zapata la tomó entre las suyas. Ella dio media vuelta y, tan discreta como entró, abandonó la habitación.
La intérprete metió de nuevo la mano en su morral y de él extrajo una especie de víbora tejida de vistosos colores, de unos veinte centímetros de largo. La entregó a mi general, que la recibió e hizo sonar el ruido inconfundible de las monedas de oro que en ella se encontraban. La chica permaneció ahí, en espera de instrucciones de mi general.
Zapata siempre tuvo fama de mujeriego, y en otras circunstancias no habría dejado escapar a una mujer tan bella, pero algo le había embrujado y enmudecido. Con una seña, me ordenó abrir la puerta y dejarla partir. Retomó su asiento y me indicó que no lo molestáramos más. De su bolsa extrajo el brazalete y se quedó absorto en su contemplación.
V
La mañana siguiente partimos hacia Taxco con nuestros prisioneros amarrados por los puños. Todos los que no seguían el paso de los caballos y caían, eran abatidos después de ser arrastrados unos metros entre la tierra y el lodo. Por órdenes de mi general Zapata hice un nudo un poco flojo para José Jaimes, quien siempre caminó entre los primeros: altivo y aceptando su suerte. Llegó un momento en que él mismo sostuvo sus cuerdas que parecían vencerse ante su persona.
Hicimos noche para descansar y ese fue el momento que Don José Jaimes aprovechó para huir: se rumora que lo hizo a regañadientes: su mujer le había enviado a dos indios para protegerlo y rescatarlo; él nunca habría incumplido su destino. El día siguiente se hicieron dos batidas en su búsqueda: José Jaimes había desaparecido.
VI
Sin embargo, José Jaimes nunca volvió a la finca, ni se supo más de él. Camerino, su hijo falleció pronto, sin causa aparente; el guayabo se incendió y el rastro del cofre desapareció como despareció la finca Jaimes y desapareció la Gavia, -que era una hacienda grande: tan grande como un estado- y también con el paso del tiempo se extinguieron las anécdotas de la revolución.
De esa vieja hacienda se mantiene un casco viejo, a punto de caer; y subsiste también la memoria de un viejo trapiche que nunca volverá a funcionar.
Sólo prevalece Ixcateopan con sus calles de mármol y un viejo cuadro empolvado en el que se observan los rostros de una mujer de rasgos indios y de un hombre anciano y de cabello blanco… En el pueblo y fuera de él sobreviven unos cuantos viejos que con el tiempo son menos, como las hojas del árbol en invierno, y que se olvidan de los detalles y de los seres, y de los nombres que nos dieron nombre.
1 Hola Señor Zapata, hermano
2 Entrega el regalo
3 Yo soy mexicano… ¿qué quieres?
4 Paz, Zapata, paz. Es necesario perdonar.
5 No te preocupes, José Jaimes será liberado
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