Sobre el oficio del escritor.
¿Quién se considera un buen escritor? ¿A quién se considera un buen escritor? Dice Umberto Eco que los bueno escritores son aquellos que redactan y guardan sus textos en un cajón, mientras que los malos son los que publican.
Cuando pienso en Guadalupe Loaeza, Gaby Vargas, Carlos Cuauhtémoc Sánchez, Juan Salvador Gaviota, “El monje que vendió su Ferrari” y tantas malas lecturas que existen en el mercado de lo comercial, supongo que Eco tiene razón.
Sin embargo, en el camino de la vida se descubren tantas cosas, que uno no podría tomar una frase, aún siendo del más grande pensador, de forma literal. Todo proviene de un contexto y se origina en un trasfondo. Si aplicamos las distintas reflexiones sin tomar en consideración el mundo que rodeaba al autor cuando lo escribió, corremos el tremendo y gigantesco peligro de intentar estacionar un yate en un área de montacargas.
Hacer un compendio de grandes escritores sería una tarea interminable y excesivamente pretenciosa: en este mismo instante, en otro -o en muchos- lugares de nuestro planeta, hay mentes creadoras intentando la noble tarea de hacer el texto perfecto. No terminaríamos de compilar nuestra lista, cuando miles de los seis mil millones de habitantes de nuestro mundo saldrían a la luz con un nuevo libro.
Hablar de buenos escritores supone la existencia de una estructura clasificatoria basada en la pregunta base: ¿quién es un gran escritor? El que vende muchos libros? En ese supuesto deberíamos forzosamente incluir a Og Mandino y el vendedor más grande del mundo. Seguramente Dan Brown y su Código da Vinci exigirían un lugar en las primeras filas. No. Descartemos esa clasificación.
¿Por el número de libros publicados? El bueno de Saramago seguramente estaría entre los primeros, con su fecundidad creadora que parece que todos los días, al despertar, escribe un nuevo libro. Y ello supondría que asignáramos el mismo reconocimiento de calidad a su “Viaje a Portugal” que al “Ensayo sobre la ceguera”; contrariamente, T.E. Lawrence (Lawrence de Arabia) quedaría en las últimas filas, pues de él es conocido su “Los siete pilares de la sabiduría” y nada más.
¿Por la extensión de sus textos? Es cierto que los Cien años de soledad son larguísimos, y que el Ulises de Joyce es también un libro que además de servir para la lectura, podría servir para pisar documentos, pero acá Pérez Reverte, Agatha Christie y la pléyade americana de escritores de Best Sellers se llevarían los premios mayores y al bueno de Borges apenas le darían un diploma de participación.
Atentar, pues, contra el derecho de los humanos por decidir qué es lo bueno y qué es lo malo, parece una tarea más bien frustrante en el final del camino. Que alguien me diga que “Juventud en Éxtasis” es su libro de cabecera, o que “Padre rico, Padre pobre” es el mejor libro de análisis financiero y libre empresa que ha leído, son sólo evaluaciones propias, de nuevo basadas en contextos y trasfondos. ¿Cuántos libros por año leerá quien piensa que las series de Carlos Cuauhtemoc lo tienen todo para ser “grandes libros”?
Tal vez no haya grandes escritores, sino grandes lectores… todo en esta vida es causal: proviene de algo. El que lee más, abre su perspectiva, evalúa, distingue, clasifica y selecciona, de acuerdo con un criterio propio. El “gran lector” genera tal capacidad de análisis y discernimiento que es capaz de distinguir en el tiempo a qué autores han leído sus autores preferidos y notar cómo en nuestro mundo casi todos copiamos y parafraseamos: la famosa Intertextualidad
El escritor retoma temas de interés y los adereza con sus conocimientos, su humor, su capacidad de crítica y análisis: logra un texto con tintes de singularidad, capaz de provocar en los lectores el interés por saber más al respecto.
Para mí, el ejercicio de la redacción y de la escritura es una mera práctica personal: el escritor hace un texto porque hay un tema que le apasiona y sobre el que quiere emitir una opinión: imagina el mundo con colores distintos y se toma la osadía de intentárnoslos explicar, justo como hace un pintor, pero con una paleta de letras.
Por azares del destino o simples coincidencias, se va haciendo de un público que siente el mismo interés por sus temas. Los lectores identifican con sus personajes, emociones o experiencias, y quedan atrapados en las redes textuales del redactor: ha nacido un escritor con auditorio.
Salvo aquellos que buscan grandes ingresos y una economía basada en la cultura –triste tarea en este mundo de materialismos- , el escritor se irá reinventando y tratando temas distintos, con enfoques diferentes, en ocasiones más provocativos, en otras novedosos, y será su público quien decida o no seguirlo en su búsqueda personal.
El escritor es él hasta que alcanza la fama, pues en ese momento deja de escribir para sí mismo: a partir de entonces buscará satisfacer –Oh Error!- a su audiencia.
No se trata de un concurso por ver quién vende más, ni por saber quién escribe el texto más largo, sino una búsqueda de respuestas que pueden o no formar parte de las preguntas que miles de sujetos más se hacen. La extensión, la lengua, los términos de la redacción, la métrica y hasta el estilo de papel utilizado son lo que el marco o la técnica significa para un pintor: herramientas y apoyos para plasmar una idea. El mejor escritor es simplemente aquel que invita a la reflexión y nos ofrece la oportunidad de sorber su experiencia para hacer de ella una interiorización propia.
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