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Inicio / Cuenteros Locales / chicharron / Diversas partes (fragmentos eróticos II y III)

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II
Torso de mujer que tiene puesta una blusa blanca hecha de una tela sugerente, arrugada, cuyo nombre se desconoce.

Haciendo fila en una abarrotería italiana en la esquina de Oakley y Huron. El cuello es pecoso, toda ella está llena de pecas. Mujer que envejece, fruto que madura, sus miles de pecas se esconden detrás de los pliegues de la piel que comienza a ceder ante la gravedad. Tiene puesta una blusa blanca, segmentada por delicados elásticos que hacen que se ciña al cuerpo aunque no tanto como para no dejar nada para la imaginación. Debajo de la tela translúcida se insinúa el sostén, que es más bien simple, sin encajes, sólo unas leves rayas decorativas, al parecer de seda, que contrastan levemente con el color del otro material. La simpleza de la prenda está compensada por su comodidad. El elástico es de buena calidad, y el broche es por la parte delantera, lo que añade sensualidad. El torso se mueve, y con él dos senos pesados, geotrópicos, deleitables para quien guste de la madurez femenina. La tela del sostén (tiene que ser algodón peinado) se estira con el movimiento, las dos copas son como manos cuya única misión en la vida es amortiguar la pleamar de piel y poros. El torso se apoya contra la vitrina refrigerada y los senos se aplastan contra el vidrio, haciendo que el algodón del sostén ceda amistosamente y que los senos se achaten del polo y se expandan en el ecuador. El torso se separa y sucede el milagro: el frío ha despertado al pezón izquierdo, que se yergue lentamente, un pezón viejo, grande, besado y mordido cientos, si no miles, de veces se alza y el fiel algodón delinea su forma como un molde de cera. Casualmente, casi como si quisiera que nadie estuviera viendo, una mano llena de pecas, de uñas pintadas de beige, agarra el borde de la copa derecha y ajusta el sostén; el algodón con sus dos fardos de carne y noches vividas, accede sin queja, el pezón se olvida de su estado y se pierde tras haberse recortado apenas unos pocos segundos: una especie de poro gigante que se para en un lento escalofrío y luego dormita en espera de la nueva instrucción táctil proveniente del cerebro. Los dos brazos pecosos se alargan para agarrar el paquete blanco que el tendero le pasa: un submarino de mortadella y salami, tomate, lechuga y cebolla, y aderezo italiano, en pan integral. Sin pepinillos, por favor.

III
Cintura de hombre negro de unos 55 años de edad, mientras se encuentra orinando en un baño público.

Es un hombre de negocios. Usa una blazer beige, unos pantalones de lino azul, cinturón de piel de cocodrilo, algo que casi ya no se ve. Está orinando en uno de los baños del aeropuerto La Guardia porque lo más seguro es que haya pasado el día mercando en New York y va rumbo a su casa, en Atlanta o Boston. Es un hombre elegante, acostumbrado al trajín impersonal de los aeropuertos. En un movimiento repetido miles de veces, una mano del color de asfalto abre el zipper y sus dedos de uñas recortadas (cuya claridad contrasta con la oscuridad de la piel) escudriñan el interior y agarran el pesado gusano, que literalmente tiene que ser desempacado para empezar a botar la orina. Es grande, pero no tan grande como aseguran los mitos que la han hecho tan famosa. Es más bien gruesa, e incircuncisa, y la manera en que la mano la agarra delata el orgullo que su dueño siente por ella. El semen que ha derramado por los últimos 35 años seguramente ha fertilizado a más de una mujer. Quizás haya tenido varios matrimonios. Imposible saber si tiene vástagos de relaciones anteriores, pero en su actual situación ecónomica parece aguantar cómodamente a tres hijos (dos nenas, un niño). Hombre que está en paz consigo mismo, agarra su aparato con la tranquilidad de alguien que realmente lo está, y cree que nadie lo está viendo. El estómago plano se contrae, y de la punta del plátano maduro sale el chorro amarillo, que escurre mansamente por la porcelana blanca. El escroto no circunsidado hace que el chorro salga difuso, no con la concentración de un glande cuya corona de piel ha sido despellejada. Los distintos flujos de orines que se oyen en el baño caen y rebotan en una lenta sinfonía líquida. Otro hombre negro, de menor estatura económica, barre el piso. El susodicho no se da por aludido y sigue meando como si no fuera con él. Está más bien nervioso conmigo, que estoy a su lado y observo todos y cada uno de sus movimientos. Cuando termina la micción, empaca su animala y la guarda. Me mira desconfiadamente, recoge su maleta y sale del baño con la misma elegancia con que entró.

Texto agregado el 11-09-2005, y leído por 604 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
11-09-2005 Exelente, las 2 caras de la moneda. Aunque me ha despertado mas la primera parte, jeje. guasarapo
 
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