No daba tamaño, apenas una diminuta bolsita rodeaba su pequeño cuerpo, aun deforme.
Sus movimientos lentos y su corazoncito palpitante eran las únicas señas de que algo tan minúsculo estuviera vivo, y que fuera capaz de producir tanta alegría a su alrededor.
Día a día Matilde acariciaba su vientre como si se tratase de la cabeza de su bebé, porque ella sabía que desde más adentro, él sentía ese amor materno que sólo ellos comprendían.
Cada mes que pasaba el pequeño feto iba tomando más forma humana, hasta que en el séptimo mes ya supieron que sería un varón con unos ojos grandes como los de su padre.
Los detalles en azul cielo, y paz por todos los rincones eran las cualidades que decoraban la habitación del próximo ocupante de una casa hasta entonces vacía.
Pablo, que así se llamaba el bebé, no esperó a la fecha indicada y quiso nacer un mes antes. Juntos, madre e hijo, lucharon por su vida.
Las frías manos de Matilde por la cercana muerte, acariciaron al pequeño ser al que acababa de regalar lo que ella estaba perdiendo; desprendía en su pequeño, el amor y la vida.
Minutos mas tarde, dejando caer un cálido beso sobre la frente aun sonrosada del bebé, cerró los ojos y empezó a recordar todas las sensaciones vividas, sólo las buenas, sólo las que volarían con su alma, hasta que empezó a enfocarla una luz, y miró hacia atrás, donde quedaba su criatura llorando, y forcejeando con debilidad... |