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Coño

Coño. Me levanté esa mañana y la sola palabra circundaba mi propio espacio, era como si una de las cómodas a las que más me asía simplemente no dejaba o no cejaba de malograrme, entrometiéndose de a poco en ese estado mortecino que es mi propia conciencia. Pensar que hasta las palabras se trastraban en el conjunto parlanchín de mi acervo palabrero personal, que para muchos es lo más importante de mi carrera, ya que supuestamente soy «comunicador», pero esa dislexia a destiempo, ese daltonismo anacrónico y esas pomposas rememoraciones inservibles se van adentrando en mi propia memoria y no tengo recuerdos onerosos, tengo recuerdos tristes y la tristeza se ha ido mezclando con mis alegrías más fortuitas, las más poderosas, con las más sanas, pero ya no son tan sanas ni tan alegóricas ni tan portentosas, y vuelve el coño, como expresión cultural arraigada, como infinitivo, como apelativo de una demanda, como una mera apariencia a lo SCHOPENHAUER, no, lo que me tiene desconcertado es un hecho muy íntimo, una novedad que se adueña de mi propia vida, aletargando mi consciente, como si la duermevela o estado de sueño cartesiano se mezclaran con mis palabras, pero esas palabras, las que no son mías, sí lo son, pero al tiempo o al momento, para ser más exactos, no lo son, pertenecen a una cultura que me es ajena, que dista mucho de mí, que por mí procrea y recrea unas constantes malversaciones de ideas, ideas no prácticas, ideas que se pierden en la secuela diaria de todo lo que acontece, y eso que acontece no pertenece a mi realidad, pertenece a mi sueño, pero no estoy dormido, quiero despertar, pero creo que no despertaré nunca, y si puedo decir que el «nunca» no se cumple entonces es porque lo que pienso, hago o digo pertenecen al «siempre ocurre» de mis sueños eternos que se traslucen en un «puedes porque duermes».

La verdad era que dormía, ella lo hacía mientras mi pensamiento giraba en torno a un recuerdo, mi madre. Aquello ocurrió como ocurren la mayoría de las cosas, ella era perfecta, a mis ojos, a los ojos de mis hermanos y a los ojos del mundo, pero eligió, y elegir fue lo que la convirtió paulatinamente en ese ser del que todos fuimos renegando de a poco, aunque yo le apoyara en el fondo me hizo ver la crueldad del amor, no se puede creer en nadie, ni en los religiosos, ni en los ateos, ni en los políticos ni en los hermanos ni en los amigos ni en los compañeros ni en el amor de los padres de uno, no se puede creer en nadie «que tenga el estómago hacia delante» como solía decir mi maestra de francés de bachillerato, y ahí, coño, está la verdad que me carcome, no le tengo confianza, y si no puedo llegar a confiar otra vez, entonces no podré ser feliz, lo escuché esta mañana, no soy feliz porque no puede creer, porque perdí la fe, no esa fe en un ser superior, no esa no, perdí la fe en los humanos simples y comunes que se guían y dejan guiar, que padecen y pierden sus oportunidades que de los sueños más siniestros suelen despertar encorvados, asustados, sudorosos y conscientes de su vulnerabilidad, pero no yo, no suelo asustarme con un sueño de miedo, lo disfruto como si no me afectara, las pesadillas me huyen, trato que me tengan pavor, que se alejen de mí, pero no deseo tener sueños normales, de esos sueños idílicos que todo mundo desea tener, en los que la felicidad es campo agreste, en el que la soledad no es real, en el que la vida deja la cotidianidad y se mezcla con esos deseos íntimos de los seres más paleados y más sufridos de nuestro tiempo, en realidad no es más que el deseo supremo de regenerar y ser regeneradores de lo bueno y pulcro que nos han inculcado, de lo que «se suponía» debíamos ser gracias a nuestros padres, por el esfuerzo, por el deseo, por la franca convicción y la nobleza de actos que vemos en el seno familiar, aún cuando la realidad es otra, nunca somos lo suficientemente buenos, nunca somos lo que nuestros padres desean que seamos, nunca somos ese dignatario o ese personaje político, o aquel médico o aquel sultán ávido de mujeres por el que tanta felicidad llega a tantas familias árabes. No. El sueño de mis padres nunca fue el mío, y cuando creí encontrar el mío, entonces tuve que dimitir de él para complacer el de mis padres, pero sólo fue hasta un momento, el momento en que decidí salir de mi propio cascarón para envolverme en papel de cera, ese que se usa para impedir el paso de las moscas, papel, eso era, una especie de rol social, llegaba yo y allí estaban presentes una y otra de las cosas que mis padres querían de mí, pero lo que era mi propia opinión no contaba para nada, ni siquiera para mí mismo. Así que con el tiempo perdí la confianza que profesaba por mis padres, mi padre nunca supo que nunca le tuve confianza, siempre estaba ahí para mis hermanos pero nunca lo vi ahí para mí, tal vez sería la distancia o las ocurrencias que se iban involucrando conmigo, a lo mejor, fueron los momentos en que le vi tal cual era: un simple hombre con aspiraciones, un simple y común caballero de la armada familiar con un apellido común no conocido, uno más del montón, así que ser otro y más popular que mi padre se fraguó como mi sueño personal, eso incluía no ser parásito de nadie, no vincularme con ningún político, no pertenecer a ninguna jerarquía, ni ser partidario de ninguna institución en la que se arrabalice el pensamiento de un conjunto, más bien el mío propio. Porque mi pensamiento siempre ha sido algo insatisfecho, y el hambre por saber me ha inducido por unas vías algo nimias, algo tibias, algo agrias, algo, pero sólo algo no del todo ni el todo. Es como un juego de palabras que se van cociendo como se cuecen las habas para hacer que el guiso sea más de campo, aunque el campo nunca ha sido mi fuerte, como tampoco lo es la ciudad. Y ella es la ciudad. Es la fuente de un instinto, es la comida y es el hambre, es una mezcla de ambas. Es. Y al tiempo deja de ser. Como si lo que pienso o lo que pretendo pensar la vincularan cada vez más al encuentro conmigo, conmigo, consigo, es un «dejavou» francés, una repetición instantánea, una actividad que se recrea, un aparente «pasado», y temo al pasado, no a esas cosas que ocurrieron, sino a esas cosas que se fueron dando y forjando para que el presente sea, a esas cosas les tengo miedo, y el miedo me hace humano, pero ser humano y ser temeroso no es lo mismo y cuando el temor colma mis instintos más callados, ya no soy tan humano, soy animal, animal que se refugia en las cavidades de un muro, de una «apertrechada» cotidianidad, como una aparataje, como una ilusión en la que el mago pretende distorsionar la realidad con un sueño aparente, mero, no real, tal vez esa complacencia que nos vincula con el endemoniado acuerdo prematuro de nuestras convicciones, con nuestras esperanzas fugadas, esas que una vez estuvieron frente a nosotros y que luego nos desdicen para ser ellas otra vez, como nosotros, sólo experimentos de los seres que las tomaron una y otra vez y que en los «ires y venires» de la humanidad que nos corrompe queda escueta y tierna cual pañal desechable en las manos negras y sucias de un destino que nos esforzamos por forjar a costa de nuestro sufrimiento. Coño. Y pensar que no quiero pensar en lo que pienso, en ese detalle tan mío y tan ajeno, porque ya no es sólo una realidad que me pertenece, es más bien un conjunto de cosas que se dan una y otra vez en mí y en los otros. Que se da de a poco en ella también, lo sé, lo siento y lo padezco, lo sufro callado en los ratos en que la ira me toma y se hace dueña de mí, la padezco en los momentos en que puedo sentarla en mi regazo, ataviarme con ella y sufrir un sinfín de noches y días constantes lo que de ella procede, lo que de ella me hace tan diferente, tan solapado, como si el ser diurno o nocturno, o la sola palabra que atenúa mis pensamientos saliese por ella, ella, una y mil veces demonio bastardo de mi vida, ella, animal que solloza y gime de angustia en los momentos en que el fuete de mi lanza la atenaza, y gime y ríe y me clava las uñas de su angustioso clímax, tan total y tan ajena, y si es tan «mía» como se siente suya, acaso será que este monólogo, esta perorata que sale de mi mente, sin callarse, sin deplorarme ni un solo instante no es otra cosa que la penumbra quejumbrosa de un ataviado encuentro conmigo y consigo, con un nosotros, si eso fuera, entonces la comprendo, la siento y la deseo aún más íntima de lo que ya es, pero saberla íntimamente mía no la hace más, y el preciso término escapa de mis sentidos literarios ahora, pero sé que no la haría, qué, más confiable, más mujer, en el justo momento en que, coño, sale y entra a mi vida para luego perderse en el abismo deslumbrante de la faz in conjunta de este desequilibrado cuerpo, con los tímpanos perdidos en el hisopo de la remembranza, en las noches de insomnio o en los mares fraudulentos del éxito y la desesperanza, ahí la siento completamente confiable a pesar de todo, pero no es tan total ni avasallante como la quiero ahora, no, y ese no es tan suyo como mío, porque no le tengo confianza, no la creo, aún cuando en sus gemidos la siento palpitar por mí, aún cuando en su aliento entrecortado sus ojitos se pierden en los míos, todavía cuando los estudios y los sueños que suele compartir conmigo no son míos sino suyos, ahí está mi desconfianza, no confío, he perdido la fe, coño, y una y mil veces, coño, por qué no puedo hacerlo cuando en ella deposito no solo mi entereza y espíritu humano, sino también, la frescura de mis años, la jovial entrega de un cuerpo mío, pero que ya no me pertenece, puesto que de ella es, y si ella lo consiente así, entonces por qué dudo, esa duda metódica que me corroe por dentro y que sale en los momentos en que deslizo mis dedos por su cuerpo, en esos momentos en que lo que se fragua despacio se cuece como la vida misma, en el justo cenit de mi alocado encuentro con todos.
Se que tras pensarla, tras involucrarla y soñarla, tal vez, en ese momento en el que siento que la felicidad toca a su puerta, tal vez y si la memoria no me falla, tal vez ahí, en esos momentos en que creo dominar el mundo completo, ahí, cuando los encuentros más cercanos son los más alejados de todos, salvo de nosotros dos, sé coño, y lo seguiré sabiendo, coño, que los celos entran disfrazados y que desconfío porque la quiero, y ese sentimiento se acrecienta con el tiempo, peor si lo callo, mejor si lo comunico; pero si lo callo me tranquilizo con más facilidad, si lo hablo, se me nubla el pensamiento y toda la maldad que puedo generar aparece tan rápidamente que a veces siento morir lo poco que queda de mí, la poca y fatua bondad, esa que no delinque, esa que se conecta con todos y que a todos es tan placentera, porque de ella no hay queja alguna, es como si lo bueno, en términos aristotélicos, se despejara en mi mente y de esa verdad tan clara y evidente no quedase más que lo putrefacto, lo que puede y debe morir a los ojos humanos. Eso, coño, es lo más duro y es a la vez lo más humano que me hace clamar y gritar a los cuatro vientos: coño, coño, coño, coño.

Texto agregado el 10-09-2005, y leído por 99 visitantes. (1 voto)


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