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Al tiempo

Vinculado al trajinar diario, a las travesías de antaño, a los moros y los cristianos se halla el concepto de lealtad a un rey o una reina. Así que resulta represivo que no la trate como tal, pero ese maldecido sujeto, con sus palabras indignas, sus majaderías, sus malgastadas facciones llenas de esas tonalidades rosáceas que nos indican la palidez de su piel y la lozanía perdida de un cuerpo que una vez le perteneció por completo, pero que ahora es total entrega de una cama adjunta a un sujeto mortecino, de una infiel Córcega, o más bien, de un cincel que se ajusta al cuerpo una vez para amoldarlo, pero luego se pierde en las carnes arrugadas y las hiere y las zahiere sin ningún desmedro de su propia existencia, como una luna que al estar en estado pleno se hace pariente del cenit solar, como el fénix mismo, como la luz más alta y a la vez la más grande y dichosa de las especies pocas veces vistas por los humanos «óculos». Y aquí y allá, o allá y acá, siempre ocurre lo mismo, el suceso es inevitable, pasan los momentos como ráfagas de viento, como si el aire mismo lo condujera por el parqueo inacabable e inextenso del sufrimiento. Mas lo que fuera sólo iba a ser y el trastabilleo de lo que ocurre en la memoria y en el indemne conocimiento se fragua como una verdad irresoluta, aún cuando es tan clara y distinta de cualquier otra. ¡Viva Dios! Que así como llega a la conciencia el trazo de un recuero efímero y fugaz cual piedra del río, así es la vida y la sucedánea experiencia del pasado retórico, de un pasado quebrantado y tañido por el ruido inconfundible de las campanas de la capilla del campo al que se pertenece, pero ese campo cambia y con él cambian sus gentes, sus personas, así como la vida que tras evolucionar en estadios continuos e imperecederos, transcurrieron los días para Josefina sentada en la banca a la que se coló como hormiga prefigurada, como si una avispa colapsara en el entrecejo de cualquier jovencita que se pavonea por las calles más concurridas de una capital, o como si la vorágine del tiempo no tuviera efecto alguno en las peñas más grandes que determinan una y mil veces el trayecto de una carretera, pero no, ella estaba sentada allí por un infortunio, por una desgracia, por una de esas cosas que ocurren de pronto y de las cuales no sabemos como zafarnos hasta que la muerte nos toca y nos impele sobre lo que hemos hecho, el porqué de lo que hacíamos y el cuándo pensábamos cambiar. Josefina , aunque su nombre completo era Claudia Josefina Rostes, de padres venidos del extranjero, con cierta belleza, aunque no se podía negar que los años la trataban mejor que a sus compañeras de colegio, Claudia optó por ser la más sensata de todas la jóvenes de la provincia, tenía esa majadería propia de la adolescencia vinculada única y exclusivamente al cuidado y escrutinio de su cuerpo, se reconocía una simple manchita de esas que no afectan la vida de nadie con sólo mirarse al espejo, recién levantada, con el pelo revuelto y con la mirada perdida del sueño. Josefina, era como las mujeres que se pierden en el contexto diurno de sí mismas, pero más detenidamente, alguien le había dicho una vez que tenía todas las cualidades de ser modelo, de volver loco a cualquier hombre, que para eso daba, que además se le notaba la gallardía de espíritu, el constante anhelo de superación por la pérdida de memoria que sufría en los momentos en que su maestro de matemáticas en el colegio la intimidaba con números hasta más no poder, y los dígitos, las sumas y los radicales se le confundían en una clara barcia de insensatez, en ella pululaban ideas informes, Cosmos, Vanidades, Mujer Única; no poseía nada que la apoyara, ni tenía arraigadas las costumbres de la ciudad que la vio nacer, del campo que la vio crecer, leer era un hábito mal encarado, siempre tenía que hacerlo para estar «en buenas» con su madre, Doña Príama, aquella mujer, incansable por demás, había levantado una familia ella sola, se codeaba con las personas más ilustres de la capital y conocía medio planeta, viajar era la mayor de las aventuras, tanto que escribió un diario de viajes. Para la Señora Prim, como la llamaban la mayoría de las personas, ese era un legado de sus padres, germanos-libaneses instalados en este pedazo de isla cuando el general Lilís hacía de las suyas, pero para Josefina, leer sobre a su madre era un fastidio, aquella caligrafía tan expuesta, tan dulce y tan remilgada, como si de una dama de sociedad del medioevo se tratara, aunque el lenguaje tan pulcro y fino de su madre le inspiraba, el deseo de soñar y de entregarse a las vagabunderías que el tiempo, las discotecas y los vicios de sus amigos, hacían tan locuaces y placenteras, como lo más lógico. Y pensar que no bien llegada a los veinticinco se quedaría paralítica de por vida, y para colmo sola y olvidada. Las ocas que había en su casa en parte tuvieron la culpa, esas malditas ánades iban y venían por toda la casa de su madre cuando esta se ausentaba de la casa para irse de paseo por el mundo, su codiciado mundo, ese círculo infame, lleno de calumnias y de gente amiga de su propia riqueza, como una vez ella pensó, el mundo, a veces le decían «Cuando crezcas serás una mujer de mundo, Claudita», una mujer de mundo, y su único mundo era esa maldita silla de ruedas a la que llegó a odiar más que a las malditas ocas. Y todo por Miguel Ángel, que era el hijo de la mejor amiga de su madre, Francisca Berihuete, aquella mujer, igual que su madre Doña Prim era madre soltera, y afanaba por criar con ahínco, sudor y lágrimas a ese engendro del demonio que había parido, Miguel no se atenía, siempre que iba a su casa causaba un caos tremendo, rompía la vajilla, mataba las ocas, descuartizaba a los gatos con los que era ella misma loca de remate, y sin ninguna rabieta, aquel bicho de mierda se colaba entre los barrotes que daban al patio trasero para molestar a cualquier animal o insecto que se cruzara por su camino. Lo extraño de aquel día fue que salió huyendo «a todo galope», porque los ánades le habían declarado la guerra y todos, sin excepción, se le lanzaron encima tan pronto cruzó la cerca que dividía su estancia de la casa, su grito de auxilio alteró de tal modo los sentidos de Josefina, que corrió escaleras abajo y tropezó con un juguete del mismo chicuelo, rodó, no tuvo oportunidad de pensarlo, no tuvo siquiera la voluntad propia para notar lo que aquello podría acarrearle, incluso iba hacia abajo muerta de risa, pensando que si se mataba iba a salirle al desgraciado, pero la risa de ahogó en un grito de dolor, sintió que la espalda se le partía por la mitad, que todo lo que estaba acostumbrada a ver se perdía en el abismo del tiempo, en una sombra total, una umbra tan fuerte como el dolor que le atenazaba la espalda, luego su cerebro se cerró, las imágenes se le nublaron y sintió que se perdía en el abismo insondable del tiempo, y que no saldría de allí jamás. Pero lo hizo, la fuerte jaqueca que le afectaba y le cernía las entrañas, las vísceras y todo el resto del cuerpo, levemente escuchó el sollozo de su madre, que le pedía que despertara, cuando por fin abrió los ojos le vio la cara de preocupación, y las lágrimas rodaban por su faz como si se tratase de una magdalena, no lo comprendía, logró sonreírle, trató de moverse para decirle que todo estaba bien que sólo había rodado escaleras abajo como cuando era una chicuela, pero que ahora todo regresaría a la normalidad, pero no pudo moverse, le costó trabajo, no sentía las piernas, lo que la asustó, se concentró y trató de moverlas otra vez, o mover su cintura, pero ambas cosas le fallaron. ¿Qué demonios estaba ocurriendo? «¡Mami!». Todo pareció gemido lo intentó nuevamente y miró con los ojos abiertos como platos a su madre y gritó entonces: «¡Mami, qué está pasando!». Ni en el médico presente ni en las enfermeras allí presentes habían sido notadas aún por Josefina, la cabeza le daba vueltas, algo estaba realmente mal, qué demonios pasaba, qué pasó, por qué no podía mover sus piernas, era incomprensible. Pero de pronto todo se hizo claro como agua cristalina, las lágrimas de su madre, la inmovilidad de sus piernas y el repentino dolor de caderas que sentía le comunicaron lo acontecido, en la caída se había fracturado, pero no sabía qué. La que le comunicó lo que necesitaba escuchar fue Doña Prim: «Hijita, mi niña, te sientes bien... –sintió ver que no le hablaba y le fulminó con el resto- te astillaste dos huesos de la columna vertebral, y...» no pudo continuar hablando porque las lágrimas y el llanto no le daban abasto para otra cosa, Claudia Josefina no lo creyó, es más duró las primeras dos semanas sentada en su silla de ruedas tan incrédula como el ateo que más, propició tantas cosas en su mente, forjó tantas ideas para su destino, el anhelo de cumplir cualquier capricho o de hacer de su vida lo que le placiera, y, sin embargo, todo se le iba por el trasto, todo se iba al fiasco, se perdía en la basura de una vida incompleta, de una vida infeliz, sin nada más que hacer por ella misma que la curvatura de su cuerpo y la rigidez de unos músculos que dejaron de funcionar por un maldito muchacho y unas malditas ocas, todas las cosas pasan con un fin, y todo lo que queda tras sufrir un accidente es la frustración, la desesperanza y el desconsuelo. Su madre le buscó ayuda médica, trató de acercarla a la Iglesia, de que se encontrara con Dios, o que se asistiera a cualquier confraternidad o hermandad religiosa, pero nada le hizo cambiar su posición, ni su decisión, iba a estar sola y quería estar sola, sufrir sola, sin que nadie le acompañara, ni siquiera su madre, fue tan osada que prefirió ser internada en un hospital para minusválidos, para discapacitados mentales, era como si se complaciera en la pena que le atenazaba y la hería constantemente, como si todo y nada fueran lo mismo, tal vez trató de infligirle el dolor a su madre que ella misma sentía, o que el chico por el que corrió escaleras abajo perdiera el sentido y la presteza de vivir, o la inocencia y los deseos de hacer de su vida un ejemplo para otros, pero ella eligió por todos y a todos les hizo sentir lo que era el sufrimiento, decía la madre de Miguel Ángel que desde el accidente de Josefina el niño ni siquiera jugaba, que se volvió tímido y bajó su rendimiento académico. Nada era igual. Ella también había cambiado muchísimo, era más cejuda, más tozuda, tanto así que las monjas que le atendían sólo le daban lo necesario, no quería ayuda de nadie. «Quien me ayuda o me detesta o me tiene lástima», y la una y la otra eran lo más despreciable que como sentimientos generaban los seres humanos. Y yo que no puedo vivir sin ella, y yo que me estoy volviendo una especie de consejero para ella, porque tal vez sin ella no existiera, y por ella soy algo más que meras palabras, más que un escrito, no sólo es lo que puede aparecer de pronto en la historia y el trajinar diario de una persona, es el sujeto que se convierte él mismo en objeto de burlas y desventura, en el parásito ruin y cobarde que todo hombre lleva por dentro, una es la vida y no todos la saben vivir, además yo, tiempo, estado y memoria suya, estoy fijo en cada una de sus maquinaciones, en cada una de sus cavilaciones, en cada una de sus peroratas, estoy presente hasta en los sueños y en las sorpresas, en el común denominador que mueve e impulsa los sentidos, el pregonero capaz y ligero, como la misiva que se envía a la chica adecuada o como el trabajo que realizas con tanto esmero que lo lees y relees y requetelees sin cansarte, como la sombra que te acompaña de por vida, cada vez que te levantas, que ves los rayos del sol, o cuando las luces artificiales se encienden en las graderías por las noches, soy como la pesadilla que obvias para no pensar que la justa verdad aparece, que los sueños, sueños son como dijo Calderón de la Barca, que la bondad se pierde por los arrebatos y que los días más duraderos son los más trabajados, que las faenas diarias no pertenecen a un conglomerado ni a un único tipo de sujetos, sino a todos. Y para cuando lo que creemos desentrañar aparece, así mismo en el corazón de ella, de Josefina, pululaban intensas ideas, momentos no encontrados, aparte de una secuela de sucesos que sólo la hacían más débil, y esa debilidad tan humana la hacía creerse fuerte y cima sólida, pero no era así, porque en su fogosidad olvidaba que vivía y ese don no le pertenecía a ella, sino que era tan ajeno, como su hálito, como cada respiro, como cada inhalación y exhalación, perdida en un abismo que construyó con sus propias manos, escasas y nimias, pequeñas y ligeras, construido por el recelo y la incomprensión, construida por la vanidad de una niña que viéndose mujer no supo llegar a la adultez y siendo vieja, sentada en una banqueta de un asilo para enfermos mentales, corroyendo su existencia, pensando sandeces y ubicando una realidad tan confusa como su propia improvisación continuaba perdiéndose en la deforme desolación de su comprobada caducidad. Nada es tan serio como aparente y ningún sueño se cumple si no hay la debida cordura y el pensamiento refinado para lograrlo. A veces la verdad y los pensamientos de Josefina suelen perderse en un borroso derrotero en el que las rocas y los caminos adustos y perdidos, deslindes entre uno y otro, como el espacio infinito que se agita dentro de su mente, ese mármol duro y corroído que es su propia experiencia. ¡Ay, Josefina, ay pequeña! ¡Qué maldad tan grande pudo haber hecho tu madre, mujer de acoplo y moderados pensamientos para perderte y sufrirte viva como si muerta estuvieses! ¡Ay, ay, ay! Tras los sueños parsimoniosos y los encuentros con los cuentos ilógicos de unos locos, las drogas y medicamentos de la droguería más cercana, los enfermeros y doctores tan acérrimos y las «vacas gordas» que fungían como seres superiores, enclocadas en sus hábitos como santas, vinculadas a la vida suya como beatas y amotinadas contra cualquier indigente como autoridad sanitaria, no le daban abasto, no le daban la oportunidad de expresarse, de pronunciar sus vacilantes palabras, una palabra enjuta o un movimiento brusco, como si los deseos y las venias que le eran tan propias no lo fueran más. ¡Hola soledad! Y tan sola se sentía que no era más que un recuerdo viejo y si puedo pensarla ahora como un recuerdo o una memoria del pasado es porque su existir y su presencia continua dejaron un vacío del que no deseamos tener memoria cierta, y la certeza de su pérdida nos relaja y nos propone el slogan por la «vida soñada y la vida vivida», y si vives mueres, porque morir es un constante vivir, un acercarse a los preludios de la muerte, un permitir que te cerque y te apremie, desligándose de a poco de ti, de los tuyos y los suyos, a los que tú también perteneces, por el que tú mismo o ella, son partícipes, por el que Josefina Rostes deambula en el entresueño y la duermevela, por el que una madre se desvela y por el que una hija desdice su apellido y línea sanguínea, porque un momento vivo no es lo mismo que un vivo momento y si los momentos se viven por ratos, del mismo modo los recuerdos de esos momentos serán vida en ella o aquél en el espacio de tiempo en que este tiempo no transcurra, sino que quede estático, suspendido en su propio transcurrir, suspendido en las niñas de los ojos de esa Josefina que una vez río, que una vez soñó, que una vez probó la dicha de sentirse y saberse tan feliz como el que más, distribuida por aquí o por allá, ella, en ese despliegue de confianza personal que nos eleva el autoestima se apodera de su psique y prevé que todo lo que ocurra en su entorno sea para mejorarlo, para solventarlo, como ella ahora, que piensa en tercera persona, para creerse acompañada, para sentirse persona, porque en su locura interna tan compleja y tan suya, Josefina, yo, estoy consolidada como parámetro estándar entre un polo y el otro, entre la muerte y la vida, entre el tiempo y el banquito en el que dejo transcurrir mi vida, mis deseos y mis años, mis frustraciones y la gracia más desgraciada de creerme con vida cuando me siento sola, enojada y perdida en una larga perorata que habla de mí, para mí y sobre mí, puesto que yo soy origen y fin de cada conversa, de cada fonema y grafía o desinencia lingüística, del terruño en el que apoyo el banquito para colocar las piernas muertas y redescubrir en ellas el deseo de impresión, propia o ajena, aludida o no, sobre las fuentes y cimientes de un pasado retórico, tan parlante y cómico como el día en el que rodó por las escaleras por culpa de unos patines y unas ocas azarosas que al tiempo ni se olvidan ni se tocan, pero como el aire, sólo entra, sólo toca y en su constante presencia, daña, maldice y destroza...

Texto agregado el 10-09-2005, y leído por 107 visitantes. (0 votos)


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