Te lo dije
«Querido padre, toda la vida me la he pasado pensando en las incidencias y los vericuetos de una relación que me ha tocado experimentar de a poco, como una alucinación, con una premura muy ajena y un colosal encuentro con la discordia y los arrojos propios de la adolescencia, sé por experiencia, y lo has notado de por vida, que los muros se levantan y se ciernen en mi derredor con tal facilidad que los propios hombres, esos que caminan erguidos y consumidos por sus vicios más atroces, esos que esconden a los horrores y ogros por los que la parsimonia y la pedantería se cuela entre los tejados de los muros de la vieja iglesia de San Jerónimo, allá en Maconce. Cuernos habrán de salirles al cura José Restrepo, con sus ojos de cocodrilo y sus dientes de león hambriento dispuesto a zarpar con sus fauces al primer cristiano en pecado, a vivo pulmón en plena misa dominical, como si se tratase de un condenado a muerte, de un convicto sin descuello, como una mala madre, cual estiércol regado por los cerdos en la negrura de la noche o como el monje que se yergue en su hábito y su circuncisión barata, hecha por las malas lenguas y los disparatados gallinazos que se salían de su boca con el solo hablar, el sólo hecho de prestarse para excomulgar al primer comunista que blasfemara o dijera que dudaba de la existencia de Dios era para él el justo momento y la novedad propicia para hacer valer sus dotes de culto clérigo que se dedica al estudio amplio y divino, además de frecuente, de las herejías más dañinas y contritas de la historia de la iglesia, como si cada cisma o cada separación como dirían los luteranos, no fuera más que una sandez, un estruendo repetido en la burla del corazón de cada persona que osaba confesarse con él, el padre José Restrepo era alto, de facciones delgadas y manos enormes, aparecía a la vista pública envuelto en pañoletas propias del siglo VI, odioso hasta el extremo de instigar y vapulear a los 16 sacristanes que pasaron por la pequeña iglesia de San Jerónimo, el párroco de la parroquia de Nuestra Señora de la Luz, Fray Alfonso de la Cruz del Santísimo Sacramento, cariñosamente Cucurrú, emprendió la batalla campal contra el Padre José Restrepo, aparecían una y otra vez enzarzados en combates litúrgicos, que más bien parecían anacronismos sofistas de la ley moral y urbana, cada uno se entiende con su propio demonio, las blasfemias y los restrojos de lo que se pensaba era sólo un rito casual o una discusión entre colegas, era más bien la batalla campal entre las entidades más desdeñosas y eufóricas, cada uno alegaba una que otra debilidad, subyugando y llevando al extremo cualquier momento en que se cometía un desliz por parte del otro. Nunca tanto rencor desde una clase de filosofía se había llevado a tal grado de apostasía, ni las damas colegiales que se disputaron estando en el Seminario Nuestra Divina Providencia, ni los coscorrones que ambos se dieron una mañana de abril por entrar primero al lavabo, nada les creó tal odio y tal rivalidad; lo que más penetró en el corazón y cerebro de aquellos dos bándalos fue que en clase del profesor y sacerdote, Padre Leoncio Sotomayor, quien era profesor de metafísica, historia de la filosofía y teodicea. Estaban hablando del concepto platónico de lo divino, el Demiurgo, el que todo lo crea basado en lo que contempla, en la clase de teodicea e hicieron referencia al Fedro de Platón y en ese instante llevaba la voz cantante el seminarista José Restrepo: “El concepto Dios, el dios platónico, no es un dios, sino un -que significa contemplador-...”. y como por arte de magia Alfonso de la Cruz del Santísimo Sacramento alegó que eso era un sendo disparate, que en cuál libro de Platón halló tales estupideces, que si no le bastaba con profesar una fe inculta y taimada, cual analfabeta benemérito, que si no le era propicio tal o cual alegato, que buscara en el recodo más solemne de mneme la inteligencia que le donara en suma gratuidad Nuestro Señor Jesucristo cuando descendió de lo alto el Santo Soplo Divino, el Espíritu Santo de Dios. Fue como si un corregidor fuese enviado a la ciudad que le vio nacer, y siendo hijo de quien era, el patriarca más destacado y con más dotes de vituperio y gallardía fuera tomado como el payaso de la feria, una mala pasada que no le perdonaría ni a su progenitor, eso fue o más bien lo que pude entender que ocurrió entrambos, padre mío, y lo cuento no como una maledicencia mía, sino como una contribución al desorden y la fastuosidad que impera en cada sermón dominical entre las iglesias, entre los penachos que se elevan en los gorros de las cabezas que permanecían estáticas en medio de la misa, ofuscadas de tanto párvulo e incienso, abnegadas y sumisas ante la real presencia de un sacerdote que erigía un sinfín anormal de improperios y patrañas que se entremezclaban una y otra vez para acrecentar la vanidad de dos hombres imberbes en el culto del cuerpo y diestros en la esgrima del verbo llano y simple, en la tierna y agazapada lozanía del hombre en la búsqueda de lo prohibido, en el secuestro hileforme de la conciencia, en la premura y los compases altisonantes de las campanas de la crucería de la iglesia de Nuestra Señora de la Luz, en los días aciagos encendidos de sudor y enmarañados con el calor del estío, como si cada espacio y cada hálito exhalado no se perdieran, sino que aparecían una y mil veces en el repudio y la discordia desbordante de un amanecer que no es fruto, sino cimiente infecunda, plaga de sí misma, edredón de alguna cama o pluma resoluta en la lucha en pro de un pueblo que nada sabe, pero que duerme en el inconsciente, en la mente humana más antojadiza y fría, más febril, y sin embargo, menos cuerda por ser más locura instantánea que fraguado encuentro quijotesco creado por la memoria, y los recuerdos que quedan en la conciencia sensible, y los dos tienen demasía en la sensibilidad. Pero obviando la bélica contienda entre ambos sacerdotes, creo que mejor te cuento, con lujo de detalles cuál es la situación real de tu hijo, abandonado aquí en este pedazo de tierra, estercolizado y agravado por el semblante siempre triste y furibundo en las que más de las tantas ocasiones en que Julieta Antillo, hija de Don Josué Antillo y hermana de Clotaldo Antillo me desdeña, está cejada, no me mira, me obvia y es tan cruel en ocasiones que siento que se me parte el alma, que los extravíos del cuerpo no son comparables con las malas horas y los ratos confusos en que la felicidad y la gracia de saberme deseado por mujeres de otros lugares, de pueblos populares, en donde las malas lenguas solían decir que era marica, que las mujeres terminaban confundidas y perdidas en el desierto de la soledad absoluta pensando en mí como el ser más despreciable y cruel de la historia. Recuerdo como ahora la ocasión en que apareció Clara Luna, era una muchacha de color ámbar, preciosa, con su pelo castaño, oculta en grandes rizos se podía observar su faz, un rostro precioso, ovalado, circunspecto, en ocasiones abyecto, Clara poseía una extraña conciencia de la vida, de los hechos y los daba a conocer según su perspectiva, Clara Luna González, González era su segundo apellido, procedía de una familia muy estimada y bien tenida en Maconce, todo mundo decía que al ser hija de Petronila González, que de ser hija de farmaceutas, pasó a ser la primera doctora del pueblo, lo que la colocó en competencia clara y abierta con los Sousa, la familia portuguesa que se radicó en Maconce gracias a la motivación de un anciano que alguna vez fue conocido de Tobías Altillo, hijo de Don Miguel Augusto Antillo, que se cambió el apellido para desligarse de la casta familiar, pero no dejó sin nada a su única hermana Ángela Antillo y Josué Antillo, ambos eran los únicos que concibió como su familia más allegada y sincera. Josué era el menor de todos, y era gemelo de José Antillo de quien nunca se tuvo noticias hasta que llegó un tal Pedro Antillo que se decía hijo de éste y que su tío Josué reconoció al acto, porque era el retrato suyo y de su hermano a su edad. Era como un clon de sí mismo, una imagen idéntica salida del espejo que le miraba con el mismo color de ojos ambamarino, reacio y sumamente diestro con el machete y los útiles de trabajos manuales. Aquella chica, Clara Luna González era amiga de Julieta y en mi paso por el pueblo quedó flechada de mí, pero contrario a lo que en otros lugares me ocurría, padre mío, creí que allí tampoco encontraría lo que estaba buscando, pero tuve la desgracia de ir a la misa del Padre Restrepo, allí estaban ambas juntas, eran de una edad, mientras Clara participaba del negocio familiar y atendía como enfermera a los pacientes de su madre, Julieta sólo vivía para sí misma en un mundo lleno de fantasías, apenas y terminó el bachillerato en el Colegio de las monjas Cistercienses, nadie la obligaba a hacer otra cosa, ella era la única hembra de un matrimonio que fue forzado, odiaba a su primo, un tal Don Moreno Altillo, de quien se decían barbaridades, pero era a la luz de todo el pueblo el dueño absoluto hasta de la cocina en la que se cocían los alimentos, era dueño de la vida de todo mundo y su hijo Agustín Altillo, que era mellizo de Águeda Altillo, era el vivo retrato de su abuelo Tobías, pero con el corazón más negro que el del padre; no supe cómo llegué hasta ese contertulio, sólo recuerdo que estando frente a ella, a Julieta, algo en mí se descompuso y lo que parecía sólo una contrariedad, se volvió de pronto una maraña de falsedades que no eran tan falsas pero que en sus verdades ocultas nunca me pertenecieron, sólo fui un recuento histórico de una mala novela en la que los protagonistas eran los Altillo y los Antillo, solos, nadie más participaba, era como un locura hecha perpetua tras el recuerdo efímero, pero duradero de un hecho que se fue marginando a sí mismo, como un cíclope, mudo y tosco, pero diferente y complejo. Ella se quedó mirando mis ojos, sé que fueron mis ojos porque yo no pude apartar los míos de los suyos, la miraba con tal desesperación que el padre Restrepo vociferó: “O sale joven, o tendremos que sacarlo a patadas de aquí, las muchachas decentes no son para esas cosas que está pensando en la casa del Señor”. Aquello no fue ni un mal presagio ni una injuria del padre Restrepo, fue el comienzo de una desgracia que me perseguirá de por vida, porque Julieta era más dura de corazón que yo, no atinaba en nada que no fuera maldad pura, lo que tenía de bella y dócil en el manejo de trabajos manuales femeninos, lo descomponía en relaciones forzosas en las que los hombres que la perseguían quedaban carcomidos por un recelo único, como una muerte pormenorizada, como un llanto mortuorio en el que las exequias se iban dando tan paulatinamente que nadie dudaba de la realidad de aquel encuentro con la fatalidad, una fatal designación, ni los más recónditos lugares ni la más lejana frustración podían enfrentarse al sarcasmo y la parsimonia con que Julieta iba desdeñando hombres, buenos, hermosos, circunspectos, hacendosos, labriegos insaciables e hijos furtivos de la codicia y el próspero recuento de un país que para nada les pertenecía y que a los ojos de todos contaba como la suprema verdad kantiana. Julieta tenía cerca de unos veintidós años, su madre ya había sucumbido a la vida, algo que todos en Maconce consideraban natural, no hubo un solo Antillo o Altillo que no perdiera primero a su cónyuge, y pensar que las mujeres se daban a las malas lenguas, o se casaban a temprana edad o como Águeda Altillo se consolidaban como pétreas construcciones, dispuestas a la soledad extrema y al olvido de todos por el cariño inseparable e irrepetible del amor de madre. Pero Julieta en el fondo anacrónico y algo bulímico de su corazón acorazado no era tan sumisa ni tan familiar como lo era su sobrina Águeda, ni como lo fueron sus parientes el resto de la vida, ella era la única que se sentía extraída y expuesta de por vida a un conjunto disímil, como un eufemismo tramado palmo a palmo por un simple montaraz, o tal vez, la réplica exacta de un arlequín cualquiera; y si supiera el dolo que me carcomía las entrañas, a veces sentía mis vísceras estremecerse de puro alivio al verla los domingos caminar por el parque y luego retraerse a la mirilla de todos como una más del montón, tratando de retrotraerse a sí misma, envolviendo sus dádivas a la largura de sus manos, rizando su pelo con los ojos equidistantes y foráneos de un pueblo que le fue ajeno desde el nacimiento, no era ni Antillo ni Altillo, más bien caminó entre ambos bandos como una especie en extinción, no era ni ella ni otra, como un segundo plato, ni el aperitivo ni el postre de un almuerzo endosado con todas las de la ley, llegó a pensar que las degustaciones culinarias de la casa no le pertenecían a ella ni a ningún otro ser vivo que anduviera cerca o en los derroteros del hogar que estaba ubicado a tres cuadras exactas de la casona de los Antillo, de la iglesia y del convento de las hermanas cistercienses, una simultánea paridad entre lo que se piensa y dice, y lo que se hace y piensa. Tardes muertas y días olvidados; frases concatenadas en un entrañable encuentro con la nostalgia, sino con las ideas propias de la posteridad, como si los años estuviesen ahí única y exclusivamente para ella, y los demás seres, los humanos corazones que transitaban detrás suyo, eran como los que expiaban sus culpas en los muros destruidos del templo de Jerusalén, tanto vislumbrarse a sí misma para luego lastimar y sentir lástima por los que caían en la desgracia de fijar sus ojos en los suyos. Cuando sentí el fuego que penetró mis ojos, todo mi cuerpo ardió en deseos de tocar su cuerpo, de besar su boca de pétalos de rosa, de vincular a todo lo que me fuera propio de ella, y tan ajeno a mí, porque nunca me perteneció, nunca fue tan mía como lo fue en mi estado mental depresivo, me enjaulé, parecía como si un ruiseñor de pronto estuviera a merced de su captor y recibiera de éste todo lo que le placiera, incluyendo la muerte, me creí con el justo deber de comunicarlo a todos, de darme ínfulas de gran señor y de amedrentar a los que la pretendieron antes con la lúcida convicción de que en ese cuerpo y aquellos ojos dominaría yo, que la derretiría en mi cama, y que lo que nunca pudo ser de otro mío sería, padre, no puedo no tuve y creo que nunca pensé que podría caer en un abismo tan consuetudinario, todo aquello de pronto se dio en mi contra como si de una plaga se tratara, la gente comenzó a difamarme, a pleitear conmigo por cualquier disparate, los jóvenes más honestos de la región me tenían como un simple, como un vagabundo de esos que llegaban e intentaban quedarse en Altillo, pero luego eran amedrentados y expulsados por los Altillo. Así que cuando Agustín Altillo se me acercó en plena misa y preguntó por mi origen, titubeé, no pude hilvanar una sola frase, me sentí de pronto como si las nauseas se apoderaran de mí, como si la mala racha de todos los que estaban cortejando a Josefina, y su extraña sonrisa, mezcla de odio y bondad por los pobres desesperados que osaban alzar sus ojos para verle el rostro a la mujer más bella que la humana tierra pariera, no era ni la mitad de lo que me esperaba. Desde que Agustín Altillo conversó, aunque más que conversar fue poner los puntos sobre las íes, decirme la verdad que aquella maldita mujer era santa de nacimiento y que por tanto también era objeto de devoción y admiración entre los hombres mas sensatos que osaron mirar su faz, que su cuerpo exacto, sus medidas perfectas y toda la virtuosidad con que había sido legada, no eran más que el castigo a una familia y a otra por erigir un cuerpo y un alma tan pura como no hubo en la tierra desde los tiempos de Cristo. El fuego del amor estuvo andando y rondando en mi corazón durante largo tiempo, pero no tuve la firmeza de espíritu de años anteriores y osé por cejar en mi persecución envalentonada y declararme el perdedor más grande del mundo. Sé que me lo dijiste, que no se podía andar por ahí dejando jóvenes frustradas, amantes y deseosas de encontrarme en una cama, de pasar el mejor de los ratos conmigo porque tarde o temprano eso se revertería en mi contra, tarde o temprano y fue más temprano que tarde. El día de hoy amaneció con un malva precioso, las luces de afuera aparecían como saludándome, invitándome a lo inevitable, incluso la muerte, un individuo calvo y sonriente, de manos cortas y fuertes, enjuto, de mirada apacible y bonachona, se quedó velando mi sueño la noche de anoche, consternado le vi esta mañana y sólo dijo: “El tiempo apremia, escríbele a tu padre lo que te acontece, sé sincero y da el último zarpazo, entrégate a mí”. No lo dudé ni un instante, llevo menos tiempo escribiendo esta carta que lo que he conversado contigo en toda mi vida. Ahora me despido de ti y sé que ese “Te lo dije”, no intrigará ni escarmentará a nadie más, hoy entrego mi vida a la muerte, pido de ti la más sincera de las bendiciones. Deme su bendición padre, que si usted no permite que azote mi cuerpo con este castigo último, no veré en la gloria al ser que más he amado en vida y al que aún en muerte amaré.
»Con afecto su hijo amado y unigénito, José Eduardo Peñalba y Asturias.»
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