Lola
Qué pereza tener que levantarse, justo cuando las horas y los momentos más aciagos son considerados ellos mismos como instrumentos, como ocio puro, como mera percepción, como una encomiable y endiablada situación que se da una y otra vez, paulatinamente, como un enjambre de abejas que anhelan ceder su espacio a la reina, pero de ésta sólo obtienen servidumbre, labor incansable por horas y más horas, así que cuando llega la noche o cuando el día halla fin, qué más da recostarse y pretender dormir un tiempito, sólo un tiempo corto, el justo para reponer fuerzas y no recaer en el olvido, esa maja condición que acentúa diariamente nuestra precaria condición de mortales, no dioses consuetudinarios rapaces al momento de obtener todo lo que les antoje su golosa ambición y avaricia. Él no era avaro, ni tenía ese maldita costumbre de esconder y procurar lo de los otros como suyo propio desde que recuerdo, mas yo sí desde que estuvo a su alcance a aquella maldita de Lola, ella era increíble, un poco extrovertida, pero aparte de eso, nada fuera de lo común. Lola se distinguía de todos en la clase, siempre estaba al frente conversando, dándose el puesto que creía tener, así que Juan no estuvo más impresionado en toda su vida, hasta conocerla. Y yo que me moría por él, cada vez que le veía, sentía arder en mi fuero interno esa candidez de hombre que se traslucía, que como varita mágica apremiaba un deseo, una pasión descontrolada, una noche de esas que se les llama derrochadoras, de puro derroche de caricias. Juan, siempre oportuno, siempre en su puesto, ahí en la puerta de entrada del colegio a la hora de llegada, con sus brazos enormes, su tórax amplio, su abdomen plano y liso. ¡Juan, coño Juan! Tan diferente a los otros maestros, tan él, tan no sé cómo decirlo, pero sí cómo sentirlo, así era Juan. Cada vez que algún alumno se le acercaba no importaba el sexo, siempre le trató con cordialidad y simpatía, jamás le vi hacer mohines por causa de alguna treta de un chico, por lanzar una piedra, porque alguien saliera lastimado, siempre alegre, siempre presto a socorrer a cualquiera, siempre afectuoso, Juan. No le conocimos ningún otro dato a Juan sobre su persona que no fuera su nombre de pila, Juan. Tan sencillo y callado era Juan, hasta que llegó ella.
Lo recuerdo como ahora, era miércoles, y ella llegó con un top azul, envueltos sus pies en sandalias, sus manos destacaban y sus uñas largas y preciosas parecían desconectarla del mundo real y levantarla en un vuelo fantástico que duraría meses y años prolongados, meses eternos, meses de odio, meses de puro aburrimiento. Lola tenía la magia de conquistar por su sola presencia y todos en el curso no hicieron más que mirarla desde que entró por la puerta, tarde, como lo haría el resto del año escolar y como lo hizo hasta que nos graduamos como bachilleres en aquel maldito colegio del que ni el nombre deseo pronunciar. Todo estuvo penosamente perfecto hasta que Juan entró al aula y la vio, saludó como siempre, pero algo en él era diferente, algo le hizo decir un par de chistes fuera de lugar, algo nos mostró lo que puede afectar a un ser humano, nadie lo notó, nadie, pero como yo vivía detrás suyo como sombra constante de su apesadumbrado cuerpo, aunque más que pesadumbre era una eterna alegría poder abrazarlo, sentir su pecho firme, sentir la cadencia de sus caderas cuando le dejaba caer inocentemente mi mano, recorrerle el muslo con aquella frasecita que muchos llegaron a odiar: «Eres mi profesor favorito». Pero tenía ella que interponerse en ese idilio que había creado con tanta fascinación, con tanto tesón y esmero, era como si te robaran el plato al que más tiempo te has dedicado y de él no sale más que una espera larga y tediosa. De nada valió que lo invitara a comer a mi casa, que hiciera que mi madre le preparara su plato favorito, que mi hermano se hiciera su amigo y compinche a las malas, de nada valió, pues que le convenciera para que no renunciara del colegio, que si él lo hacía yo no estudiaría más, pues él era mi inspiración a seguir, él era el hombre que necesitaba para salir adelante, para convertirme en la persona más importante en mi familia, y sin embargo, él de mí no quería nada, sólo enseñarme. Sólo ser mi tutor.
Si supiera las veces que pasé insomnio pensando en su cuerpo, en el olor de su piel, en la frescura de sus manos en la mañana, en la franca sonrisa que le decoraba como ser inteligente y abierto, las veces que me sorprendí pensando que era el ser más inteligente que había conocido en mi vida, ya que sabía de todo, que de todo se enteraba, que todas las cosas importantes le llegaba solas a su oído. Pero además era paciente, sabía escuchar, todas las muchachas sabíamos por naturaleza que Juan era capaz de escucharnos todo el tiempo necesario hasta que lográsemos de él justo lo que queríamos, tal vez una simpleza, pero a veces era sólo su atención, recuero a Pía, la chica de ojos grandes y cabello alborotado que siempre estaba pintándose con una planta rara para que le diera alergia y Juan la socorriera, decía que en esos momentos se sentía plenamente feliz, que era incapaz de deshacer la maldad, incluso llegó a sentirse plenamente consciente de que lo hacía porque se había enamorada de Juan y le daba miedo reconocerlo delante de nosotras, a mí nunca me dio temor decirlo, más bien fue pánico, un pánico atroz, no creí que revelar una verdad tan mía podría causarme tantos problemas. Lo primero que hice fue que se lo dije en la clase y le pregunté si tenía novia, creí que aquello era una fatalidad única e irrepetible, pero no era así, Juan no fue malo ni me dijo mentiras, simplemente tenía su novia, la quería, pero no me quería a mí. Así que volqué toda mi ira en casa, maldije y me hice enemiga de todo mundo, y nada me consoló hasta sentir los brazos reconfortantes de Juan, aprisionarme toda, sentir de cerca el olor de su piel y esa caricia sincera.
Cuando Lola notó lo débil que era Juan con todos los alumnos, ver que los pequeños le llamaban «papá» o «tío» no perdió la oportunidad y se le acercó pidiéndole ayuda, Lola era bella, eso era innegable, pero también era una arpía la muy maldita, tenía dominado a cada maestro con su angelical faz, su tez de mozalbete perfecta, con sus dotes culinarios como si eso la hiciera especial, con sus ojos claros y profundos, con su hablar adecuado y con aquel tonito de diabla sensual que le causaba una erección al más inocente de los curas, además tenía esos pechos perfectos, firmes, de un tamaño único, era como si la naturaleza toda se hubiese volcado a favor de ella y a las demás nos hubiese dado todos los imperfectos que Lola no escatimó en desechar de su bien esculpido cuerpo. Juan la trató, claro está, en un principio como a todas nosotras, pero con el tiempo, Juan sólo tuvo ojos para Lola, Juan sólo preguntaba por Lola si faltaba, Lola nunca dejó ninguna materia de Juan ni de ningún otro profesor, Lola se creía la más inteligente, incluso más que yo, que hasta ese momento era la estudiante estrella del colegio, no es que fuera una superdotada ni mucho menos, pero al menos tenía la certeza de decir y hacer las cosas justas y honorables en los momentos que lo apremiaban, pero esa maldita Medusa disfrazada de Ninfa no hacía más que parlotear con todos sobre sus hazañas en clase, sobre el profesor que la traía babeando, claro, sólo lo hacía cuando sentía mi presencia cerca de la suya, maldita, me estaba buscando y así que aquel domingo que me presenté en su casa y la acusé de acoso, me sorprendió ver salir de un cuarto a Juan, con el dorso desnudo, y su rostro adormilado, creí desmayarme en aquel justo lugar, no me contuve y le pegué a Lola, le entré con todas las ganas y la rabia que me consumía por dentro, con esos celos que me hacían chistar, que me hacían perder en el mar inagotable y fraudulento del mundo escolar, un maestro y una alumna, aunque si fuera yo no estaría tan indignada, no pregunté, no dije nada más luego de pegarla a Lola y mandar al infierno a Juan, callé hasta llegar ante la dirección del colegio y contar con pelos y señales todo lo que creí ver. Ese día Juan no me habló, Lola no fue al colegio y mi vida se convirtió en un dormir eterno, en un letargo insolente que hasta el momento es sólo el comienzo de lo que será mi vida. Lola y Juan eran hermanos, nadie lo sabía, nadie, porque a nadie se le comunica la vida de los otros hasta que el tiempo justo pasa. Hace dos años que estoy sin estudiar, hace dos años que pretendo llenar el vacío que carcome mi alma, mi psique, hace dos meses me enteré que Juan se casó con una maestra que era su compañera en el colegio, y la que había sido su novia desde la adolescencia, la profesora Isabel, la maestra de idiomas.
Lo único que lamento de todo este enredo, es que me pasé tres años de bachillerato odiando y maldiciendo mi condición de estudiante y la desgracia que pude haber causado en la familia del hombre al que todavía amo, a pesar de que tengo dos niños y que el maldito que tengo por esposo sólo me usa como un trasto más de la casa, a pesar de que tengo tres horas pensando en Lola y la belleza de su cuerpo, a pesar de que todo lo que hago o digo se convierte en contra mía, a pesar del daño y el tiempo, sólo quiero conversar con Lola, sólo quiero amar a Lola.
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