Llevaba más de horas caminando sin rumbo fijo, guiado solo por el dolor y sus lágrimas. Había comenzado a caminar apenas terminó el funeral de su esposa, la mujer que él amaba más que a su vida misma. Estaba destrozado, sentía que la vida ya no tenía más que entregarle, ya nada tenia sentido.
La mujer que partía, se llevaba su alma, se llevaba todo consigo. Aquella hermosa mujer era la que le había enseñado a amar, la que había descubierto su lado sensible, su lado intimo.
Braulio, era militar, de los duros, de aquellos que se caracterizaban por su crueldad, temido por sus subalternos, respetado y admirado por sus pares. Según se decía era una de los mejores comando que existía en el país, entrenado para soportar los más grandes dolores, para ver caer a un camarada destrozado por una bala, para ver cuellos abiertos por afilados corvos. En fin, entrenado para sufrir en combate. Pero todo el entrenamiento que había experimentado no servia de nada, todo lo que aprendió sobre soportar el dolor era inútil. Porque el dolor que en este momento hacia presa de él no era físico, era el dolor mas grande que los seres humanos podemos sentir, el dolor del alma, aquel que no se cura con vendas ni con anestesia, aquel que solo cura el tiempo.
No sabia que hacer, no sabia como enfrentarlo, se sentía desarmado, hubiese dado cualquier cosa en ese momento por caer muerto ahí mismo y de esa manera terminar con su dolor, con esa angustia que lo estaba destruyendo poco a poco.
Así, sumido en su dolor caminaba, ajeno a todo lo que pasaba en su entorno, cabalgando sobre su pena, trastabillando de vez en cuando, ebrio de pena. En uno de estos pasos vacilantes apoyó sus manos sobre una fría pared para no caer. Alzó la vista y vio hacia arriba. La pared que lo sostenía era de una gran iglesia. Tenia una gran torre en forma que finalizaba en forma de punta, en cuya cima una cruz apuntaba hacia el cielo, como indicando donde estaba Dios. Se alejó de su apoyo, caminó unos pasos y quedó frente a la gran puerta.
Sin pensarlo dos veces y a paso seguro empujó una de las grandes y pesadas hojas de madera de las que estaba hecha la gran puerta. Al hacerlo un aire frío le dio la bienvenida. Al cerrarla dejó tras de si el bullicio de la calle, dando paso al silencio que reinaba al interior del templo. Avanzó lentamente por las lustrosas baldosas del pasillo central, al caminar sus pasos emitían pequeños sonidos que eran acogidos por las altas paredes. Después de unos segundos se percató que unas suaves melodías descendían de unos pequeños parlantes adosados a unas soberbias columnas que estaban a ambos costados de la gran nave. Su vista se detenía en cada imagen y gravado que había entre las columnas, los cuales representaban algunos santos que Braulio no pudo reconocer.
Siguió avanzando lentamente, mirando a sus costados, observó el techo y vio otro gran y hermoso gravado. Éste si lo reconoció, era el de la creación. Lentamente empezó a bajar su vista hacia la parte central de la nave, ahí quedó impresionado, en éste lugar, una figura de cristo crucificado de mas menos unos tres metros de altura, pendía de la pared central de la nave. Era imponente, estaba medio inclinada hacia el pulpito, su aspecto era muy real. El color de la piel y su textura, la vista perdida, el rostro doloroso, las heridas por donde la sangre parecía fluir de verdad, la tensión de los músculos, todo en ella parecía muy real, una verdadera obra de arte.
Braulio contempló la figura un buen rato absorto por lo real de su aspecto. Después de un rato quedó fijo en la expresión del rostro de aquel cristo, sus ojos repasaron las hermosas formas de este. En aquel se podía ver el dolor, el sufrimiento que estaba sintiendo, pero sin embargo esto era solo en sus rasgos, ya que sus ojos transmitían una paz sobrecogedora. En cierta medida se sentía se vio reflejada en aquella figura, con el dolor de aquel hombre, con aquella figura inerte.
De repente sin que nada pareciera provocarlo sacó desde el fondo de su garganta, desde el fondo de su alma, desde lo mas recóndito de su ser atormentado un desgarrador grito, invadiendo todo el lugar. No hubo espacio que no fuera sacudido con las poderosas ondas de voz. Cada rincón fue sacudido por el estruendo de aquel hombre, hasta el mismo Cristo pareció estremecerse. Aquel grito fue una palabra,
-Maldito-, lo dijo con los ojos llenos de furia clavados en los de la figura que colgaba de la pared.
Después de aquel desgarrador grito y mirando fijo a los ojos de cristo se desplomo sobre el piso, dando paso al llanto, al llanto más profundo que hombre alguno había sentido, mientras en toda la iglesia el eco de su palabra vomitada con odio aun rebotaba. Estuvo así un buen rato, dejando que las lágrimas se llevaran su pena, atormentado con las manos apretando su rostro.
Se escucharon unos pasos presurosos, era obvio que su grito había alertado a alguien, que seguramente a oír tal alarido salio presto a ver que pasaba. Los pasos apagados por el silencio se detuvieron frente a él. Braulio, estaba encuclillas con su cabeza agachada, llorando como un niño, sollozando. Sintió una mano sobre uno de sus hombros, al mismo tiempo una voz clara se impuso por encima de su llanto,
-¿Qué pasa hijo, hay algo que pueda hacer por ti?
Al escuchar esto Braulio levantó lentamente su cabeza, al hacerlo, sus dos manos torpemente limpiaron las lágrimas que empapaban su rostro, una vez que sus ojos estuvieron secos, miró a quien le había hablado.
-No soy su hijo- contestó secamente Braulio. Se quedó con la mirada fija en los ojos de aquella persona. Observó su rostro, tendría mas menos unos 65 años, delgadísimo, casi famélico, muy poco pelo cubría su cabeza y una exagerada nariz asomaba en una carita pequeña, dos pequeños ojitos color azul, muy juntos, lo observaban con una mirada interrogante. Nuevamente abrió la boca, y unos grandes dientes asomaron en unos delgados labios dando la impresión de que al hablar sonreía.
-soy el padre Evaristo, y esta es la casa de Dios- al decir esto sus pequeños ojitos recorrieron el interior de la iglesia.
-Si que tienes buenos pulmones, si hasta las palomas del techo volaron con tu grito, ¿por qué imagino que tu lo hiciste, es así?- todo esto lo dijo con voz cordial, casi divertido. -¿Pero cuéntame hijo mío que te trae por acá?-. Braulio lo miró y nuevamente en tono seco repitió.
-no soy su hijo, y si estoy acá es por casualidad, no me di cuenta cuando entré-
-Sé que no eres mi hijo, pero si te hablo así es por cariño,- respondió el padre Evaristo.
-cariño, como es eso, si ni siquiera sabe quien soy, lo único que sabe es que entre en su iglesia, y le dije maldito a quien usted tanto quiere, ¿como puede sentir cariño por mi?. Replicó Braulio.
El sacerdote lo miró con una rostro lleno de bondad. -Sí, es cierto, no tengo idea de quien eres, salí de mi oficina cuando escuche ese grito. Pero si tú estas acá, es por que Dios nuestro señor lo quiere así y es su voluntad, él huya nuestras vidas.
-¿Guía nuestras vidas?- ininterrumpió Braulio. -¿de donde saca eso padre?. Acabo de sepultar a mi esposa, ella era una mujer de fe, alguien que creía en Dios y en esta iglesia, y sabe padre lo peor de todo fue que murió, murió creyendo en algo superior, y eso superior es lo que ustedes llaman Dios.-
-¿Como te llamas? para que no te enojes cuando te diga hijo- dijo en tono simpático el sacerdote-.
-¿Y tiene importancia mi nombre?.- ladró Braulio.
-Claro que lo tiene muchacho, cómo vamos a hablar-.
-Y quien le dijo que yo quería conversar con usted- respondió Braulio-
El padre Evaristo respiró hondo, -Bueno entonces te dejaré solo, si me necesitas me llamas, pero por mi nombre, soy el padre Evaristo.- dicho esto dio media vuelta y regresó por donde había venido.
Mientras tanto Braulio lo miro alejarse, pero antes que se perdiera dijo -Braulio, me llamo Braulio- su voz se escucho en toda la iglesia, al escucharlo el sacerdote se paró en seco, giró lentamente y su rostro dibujó una gran sonrisa dejando ver sus grandes dientes. -O sea, que el señor de los grandes pulmones se llama Braulio,- dijo esto mientras caminaba hacia su interlocutor. -Muy bien don Braulio, con esto deduzco que ahora si quieres hablar, así que voy a tomar asiento a tú lado y hablaremos de lo que quieras, tengo el tiempo que necesites.
Braulio lo observaba, mientras el delgado anciano daba unos largos pasos, hacia él. Cuando estuvo a su lado le dijo -Padre, ese que está ahí, clavado en esa cruz-. Dijo esto con los ojos clavados en el cristo. -Él me robó lo que yo más amaba en este mundo, me robó a mi razón de ser, él, que supuestamente es puro amor, aquel que se supone murió clavado en esa cruz por nosotros se la llevó, me dejó sin su amor. Miré padre, yo no creo en Dios. No creo que exista un ser superior que guíe nuestras vidas, solo creo en lo que veo, en lo que se puede demostrar con números, en lo que se obtiene por medio del método científico, esa es mi única deidad, no creo en lo suyo y en lo que por tantos años creyó mi esposa, mire ella era devota de Dios, de los Santos y de todas las cosas a las que ustedes se aferran, es más hasta en sus últimos momentos tubo fe. Estaba muy enferma, pero cada vez que yo llegaba a verla estaba feliz, sabiendo que su vida poco a poco se le iba, pero ahí estaba, feliz. Esto me mataba, no podía entender como lo hacia, pero cada vez que le preguntaba como podía hacerlo, apuntaba hacia la cabecera de la cama en donde había una imagen de un cristo. Mire, yo padre traté en lo posible de entenderla todos estos años. Pero yo jamás sentí eso, jamás pude sentir lo que es creer en algo, o mejor dicho tener fe-.
Todo ese rato el padre Evaristo lo miró con esa expresión tan suya, entre risa y extremada atención.
-Padre, crecí en una familia donde Dios nunca existió, donde no era más que un desconocido. Cuando era niño pensaba que mis amigos eran tontos al andar con cruces colgadas al cuello, o rezando a imágenes, eso padre, imágenes. La iglesia no es mas para mi que eso, solo imágenes.
Hasta acá el padre Evaristo lo había escuchado atentamente, -mira Braulio, noto en tus palabras que a pesar de no creer, de no tener fe en Dios lo buscas afanosamente, el hecho mismo de que tú estés acá, el llegar hasta aquí para ti no es más que una casualidad, sin embargo para mi, es Dios el que te trajo hasta acá-. Al decir esto Braulio interrumpió. -ese es el problemas Padre, lo que para usted es la supuesta voluntad de Dios, para mi no es mas que casualidad, para mi no es mas que azar-.
- No Braulio. La casualidad y el azar no existen, es lo que Dios prepara para nosotros-. -Imposible padre- interrumpió nuevamente Braulio, -¿cómo es posible que el mundo sea controlado por un ser?, eso para mi es imposible-
-Braulio, busca la fe dentro de ti, no busques respuestas de todo ya que nunca las encontrarás, busca a Dios dentro de ti. Dios muchacho mío esta dentro de cada hombre-.
-de cada hombre-. Dijo Braulio riendo. -eso padre es lo que yo no puedo entender, para mi la fe se hereda, no esa algo que uno puede encontrar en el camino.
-No hijo no es así-. Esta vez Braulio no lo corrigió-
¿Cómo que no padre?, siempre es así, usted cree en Dios por que su familia creía, no me venga con tonteras. Para mi la fe no existe, es algo que se inventó, para tener a que recurrir cuando estamos mal. La fe no es mas que la necesidad de explicar nuestra pequeñez, de encomendarnos a algo cuando perdemos el control
de las cosas.
-Mira Braulio-. Interrumpió el sacerdote. -no te afanes en buscar, Dios llegará a ti-cada vez que el padre Evaristo nombraba la palabra Dios sus pequeños ojos parecían crecer más y el azul de ellos resplandecer. -Mira, Braulio no se como explicarte que es la fe, pero es algo muy parecido al amor, el amor tu no lo vez pero lo sientes dentro de ti. Has eso, no busques la fe, espera que llegue, pero como llega el amor de verdad, sin buscar, por que cuando uno busca nunca llega el verdadero amor, espera y cuando llegue tu cabras que es Dios y solo tú lo sabrás. No lo busques, no lo esperes, deja que Él anide en tu corazón-.
-No se padre, no se como hacerlo, mi corazón está lleno de odio, estoy sumido en la pena, en la rabia, tengo dolor y mi corazón parece que de un momento a otro va a dejar de latir-. Dicho esto se puso de pie, y las lágrimas nuevamente comenzaron a brotar de sus ojos. El padre Evaristo lo miro compasivamente, sabia que ese hombre terco sufría, sufría mucho.
Braulio miró el cristo, observó al padre. -Disculpe por todo- dijo sollozando. -no fue mi intención ofenderlo con mi grito.
-no te preocupes Braulio, te entiendo, además estuvo bueno, porque las palomas se echaron a volar un rato. El sacerdote se paro frente al hombre. -no busques la fe, Dios sabrá, y cuando así sea te enviara una señal que solo tú podrás entender.
-No sé padre, la verdad de las cosas es que no me interesa, pero gracias por escucharme-. Dicho esto se dio media vuelta y salió lentamente caminando. El padre Evaristo lo miró con cariño, mientras avanzaba por el pasillo, y sus pasos resonaban en toda la nave. -Hijo mío, Dios existe, está dentro de ti, solo tienes que esperar a que Él salga-. Gritó el padre Evaristo.
Braulio siguió caminando sin mirar atrás. Abrió la puerta de la iglesia, dando paso a la vorágine que existía en la calle, la luz le molestó los ojos así que frunció el seño. Extrañamente se sintió mas calmo y las palabras del cura en cierto mido le habían dado algo de paz. Bajó las escalinatas de la hermosa iglesia. Al llegar a la ultima sentía que algo le hacia eco, -¿tengo que esperar una señal, pero como sabré cual?. Pensó esto mientras lentamente entraba a la calle. Avanzó un poco y por esas cosas de la vida volteó la cabeza para ver la cruz que había en la cima de la iglesia una cruz que apuntaba directo al cielo, donde supuestamente se encontraba Dios. -¿una señal?-. Pensó nuevamente.
Seria lo último que vería, porque al voltear y seguir avanzando por la calle un bus no se percató de su presencia y pasó por encima de él, arrancándole la pena, el dolor y con ello, la vida.
RODRIGO ALDUNCE PINTO
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