Recuerdo aquella tarde en que jugaba con mis primos en el comedor de la casa de mis abuelos, mientras mi abuela contemplaba la escena apoltronada en una esquina de la habitación. Ya no me queda claro en que nos divertíamos y cual era el motivo de nuestras risas. La tarde era gris, tristona y tras los visillos de la ventana podía visualizarse la estrechez del pasaje. De todos esos detalles, lo que tengo más patente es la estampa de mi abuela sentada en ese rincón apartado de la pieza, aquel que nunca osamos pisar quizás por la intrascendencia de su posición o porque en nuestro inconsciente lo declaramos tierra de nadie, ciudadela estigmatizada hasta para nuestros más inocentes juegos. Junto a ella se alzaba un gigantesco aparador de caoba negro con muchas más trazas de altar mayor que de un simple y utilitario mueble. Allí se almacenaba la loza, el azúcar de pan la leche condensada y la deliciosa cocoa Raft, manjares que apenas caían en nuestras golosas manos eran devorados sin piedad alguna.
Difusas situaciones se produjeron entonces, sólo aparecen en mi mente imágenes patinadas en que reíamos, bromeábamos y nuestra abuela reconcentrada, misteriosa y con su azul mirada fija traspasando nuestras frágiles humanidades. Lo que me queda claro es que en algún momento ella pareció despertar de su letargo para mirarme con dureza y proferir una palabra que salió disparada de sus labios como un proyectil que astilló gravemente mi sensibilidad de niño sin malicia, verbo aterrador que se quedó rebotando en algún limbo atemporal y que aún hoy me desasosiega con sus ecos grandilocuentes. La palabra dicha fue: ¡Judas! algo que carecía de real sentido práctico ya que para mí el depositario de tan injurioso término era uno solo: aquel que vendió a Jesucristo por unas cuantas monedas. Recuerdo que me paralogicé, algo gélido se alzó de pronto y me envolvió como una mortaja de muerte. ¡Judas! ¡Judas! Yo me sabía inocente puesto que pequeño y todo, conocía el término en su real dimensión. Aún así, mi garganta se negó a pronunciar palabra alguna, comencé a temblar y por un momento me sentí transportado a una región del pasado, sintiéndome un ser repulsivo que recibía las dádivas de su espantosa traición. Esa tarde se fue escurriendo lenta e imperceptible, ya los juegos dejaron de interesarme y tras los visillos, la noche se fue presentando con su parsimonia acostumbrada. Después, las imágenes se confunden ya que sería una proeza guardar en nuestra memoria los sucesos acaecidos en una semana cualquiera del pasado difuso.
Nunca supe a que se debió el que mi abuela me sacudiera tan repentinamente con una interpelación de tal calibre, jamás me atreví a preguntarle nada temiendo acaso que la palabreja aquella se amoldara con suma facilidad a alguna actitud mía. Aún hoy, dicho término me descompagina, me retrotrae de inmediato a aquella tarde gris en que ese rincón cobró inusitada importancia talvez ante la acción de algún espectro que se sintió invadido y que expelió su veneno a través de la posesa garganta de mi abuela…
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