Por obvias razones, no es habitual encontrar en los libros de historia humana referencias al rol jugado por los animales en tiempos pretéritos, trátese de bestias domésticas o salvajes, útiles o perjudiciales, reales o míticas. Pero, entre las pocas excepciones, se encuentran, por ejemplo, los textos que dan cuenta de lo que significó la explotación de la riqueza ganadera asentada en la región pampeana para la conformación de la Nación Argentina.
Es sabido que la vida de este país, para bien o para mal, estuvo desde sus orígenes asociada a la exuberante presencia de vacas, caballos y ovejas que poblaron de modo multitudinario parte del territorio nacional. Esta antigua vinculación, entablada entre los argentinos y los cuadrúpedos, ocupa un lugar destacado en el desarrollo de las ciencias sociales, en especial en lo referido a cuestiones económicas, estadísticas y sociológicas que indagan en la importancia atribuible al bestiario pampeano-patagónico en el génesis del perfil del habitante local. Así también, de dicha temática se ha nutrido la literatura, la poesía, la pintura y la música, cuyos productos artísticos reflejan de diferentes maneras la simbiosis entablada entre el hombre y el animal en tierras sudamericanas. En diversas oportunidades se ha indagado, además, la actitud funcional y cultural asumida por parte de españoles, aborígenes, criollos e inmigrantes con relación a las bestias que prestan servicio (Ver, para este último punto, la Gragea Historiográfica N° 10 “Paradigma rural: el gaucho y el caballo; el colono y el buey”).
Sin embargo, rara vez tenemos la oportunidad de acceder a crónicas del pasado en las cuales se mencione que Sarmiento se quejaba de la constante agresividad de Purvis, el cuzquito de Urquiza, que siempre le gruñía de modo amenazante agregando un toque de hostilidad a su relación con el caudillo entrerriano que, de por sí, fue casi siempre conflictiva. O, el caso de aquel gato que, por ser maullador inoportuno, provocó que su dueño, un sirviente del Restaurador e insospechable simpatizante de la divisa punzó, fuera a dar con sus huesos a la temida cárcel mazorquera. O, el asunto más dramático aún, de un caballo, cuya sustracción azuzó la inquina entre dos caudillos provinciales, uno de los cuales -según consignan evidencias atendibles- terminó mandando a matar al otro.
Tampoco es tema habitual de los textos de historia, más inclinados a narrar acontecimientos militares y políticos, el ocuparse de describir a ciertos personajes de época que, como el mendigo a caballo, llenaba de asombro a los viajeros provenientes del extranjero, dado que en el Viejo Continente poseer un caballo era sinónimo de opulencia, no de indigencia. O, mucho menos conocido aún, aquel exótico oficio de la década de 1820 que consistía en impedir que los numerosos perros vagabundos que circulaban por Buenos Aires se metieran en la iglesia Catedral cuando ésta tenía sus puertas abiertas al público.
La propuesta es que compartamos, sin ánimo de agotar el tema, algunas historias que protagonizaron, voluntariamente o no, de modo casual o causal, las bestias y los bichos que desde tiempos inmemoriales, conviven con nosotros. Será interesante constatar cómo se mezcló la anécdota privada y puntual, en la que intervinieron estos seres irracionales, con la historia de las personas que participaron de los sucesos que, de un modo u otro, forjaron la Argentina y la América modernas.
· Bestiario conquistador
Ya en tiempos de la Conquista hubo animalitos que fueron célebres entre los españoles recién arribados a estas tierras de promisión. Leoncico, el perro de Vasco Núñez de Balboa, fiel compañero de travesías del descubridor del Océano Pacífico, adquirió merecida fama cuando fue beneficiado –siguiendo expresas órdenes de su amo- con una cuota-parte del botín obtenido, como si se tratara de un integrante más del contingente de intrépidos que encontró un montón de oro en suelo panameño. De esta inusitada manera, Leoncico se convirtió en el can más rico del mundo hispanoamericano, al menos en el siglo XVI. Lástima que la crónica no consigna qué es lo que hizo el perrito con la generosa recompensa, aunque sospechamos que Vasco Núñez se habrá ocupado de “guardar” el premio que le tocó recibir a su afortunada mascota.
Otro pícaro de aquella época fue Gaspar de Espinosa, también integrante del mismo grupo conquistador que recorrió Centroamérica, quien tenía amaestrada una mula para que, estando frente a los indios a someter, rebuznara con impetuosa vehemencia. De ese modo, don Gaspar -de labia persuasiva, según dicen- convencía a los aborígenes de que el cuadrúpedo con su descomunal rebuzno exigía la entrega de todo el oro que poseía la tribu visitada; de lo contrario y en el caso de no ser complacido, en el acto se convertiría en una fiera peligrosísima dispuesta a atacarlos sin piedad. En la mayoría de los casos, dada la natural predisposición de los aborígenes a creer en fabulaciones y a la escasa experiencia que tenían con este tipo de animales de origen europeo, el método intimidatorio daba buenos resultados, por lo que los españoles “metiendo la mula” conseguían apoderarse de cuantiosas partidas de metales preciosos, “donados” por intermedio de tan exótica modalidad.
· ¿El mejor amigo del hombre?
En Sudamérica, más precisamente en nuestra región pampeana, durante el período colonial se produjo un fenómeno que habría de marcar de modo definitivo el destino de sus habitantes, tanto de los seres considerados racionales como de los que se reputan de irracionales: el ganado vacuno y equino que, en pequeño número de ejemplares los conquistadores habían traído de Europa en sus primeras incursiones, durante los años siguientes y gracias a favorables condiciones naturales, se reprodujo en forma exponencial llegando a formar gigantescos rebaños salvajes que pastaban por los campos en estado de absoluta libertad.
La hacienda cimarrona, cuya abundancia sorprendía, impuso costumbres depredadoras y desaprensivas entre los lugareños que desperdiciaban buena parte de la carne obtenida de los animales faenados, dado que sólo se extraía, con fines comerciales, el cuero, los cuernos, la lengua y, para consumo directo, algunos pocos trozos de carne para que los circunstanciales matarifes se hicieran un asado reparador al cabo de la tarea. El resto de las reses que se mataba quedaba oreándose al sol y era devorada por aves, animales de rapiña y, en especial, por los perros del campo que, gracias a la facilidad con que conseguían tan pantagruélico bocado, también se multiplicaron de modo inquietante.
Es decir, que así como la sobreabundancia de vacunos fomentó entre los humanos residentes la indolencia por el trabajo y la indiferencia hacia el espíritu de sacrificio, también generó una extensa población de cánidos que, contando con esta fuente de alimentación, se reprodujeron con inusitada rapidez. Tal es así que, por aquella época, en el medio rural podía observarse que jaurías compuestas por cientos -a veces, miles- de perros vagabundos convivían en gigantescas cuevas cavadas por ellos mismos, las que resultaban poco menos que inaccesibles dada la enorme cantidad de restos orgánicos podridos y de osamentas de vacas y de caballos que los pichichos dejaban en sus entradas.
Cuando el ganado cimarrón comenzó a escasear (siglos XVIII y XIX), producto de la matanza indiscriminada y masiva a la que era sometido, los perros rurales, acuciados por un hambre incipiente que no habían conocido antes, fueron mutando en animales cada vez más salvajes y feroces adquiriendo conductas semejantes a la de los lobos y las hienas, actuando con creciente hostilidad hacia las personas. Tal fue la peligrosidad que asumieron estos conglomerados perrunos que, cada tanto, las autoridades debían organizar expediciones punitivas con la específica misión de exterminarlos y de destruir sus madrigueras. Por ejemplo, en 1770 el destacamento militar de Areco (provincia de Buenos Aires) informaba al gobernador que había liquidado a más de cuatro mil chuscos que amedrentaban a la gente del lugar. En tales circunstancias, el perro dejó de ser “el mejor amigo del hombre” para convertirse en una peligrosa plaga que debía ser combatida de modo implacable.
A medida que mermaban las fuentes naturales de comida, los perros salvajes fueron arrimándose a los centros poblados donde se convirtieron en un grave problema. Estos animales sin dueño, con hambre y sin haber aprendido la mansedumbre y el respeto por los humanos que tenían sus congéneres domésticos, recorrían en grupos numerosos las calles en busca de caballos muertos y de otros despojos comestibles que, en una ciudad tremendamente sucia como era la Buenos Aires de entonces, se conseguían con relativa facilidad.
Era de tal gravedad la cuestión que, aunque parezca mentira, la razón principal por la cual en 1779 se creó la Casa Cuna para niños expósitos en la capital del recién fundado Virreinato del Río de la Plata, fue evitar que los bebés abandonados a la intemperie fueran devorados por los perros vagabundos antes de ser rescatados. Por su parte, como lógica consecuencia de la masiva presencia urbana de estas bestezuelas montaraces, por décadas la rabia figuró entre las principales enfermedades, difundida gracias a la proliferación de perros sueltos, a la ausencia de antídoto y al clima cálido de la zona.
· Un día de perros para Rivadavia
Había tal profusión de perros cimarrones en Buenos Aires que, ya entrado el siglo XIX y con posterioridad a la independencia nacional, se instituyó oficialmente el “día de los perros” durante el cual eran eliminados todos los ejemplares que se encontraran merodeando, siendo prevenidos con anterioridad los vecinos propietarios de mascotas para que las mantuvieran encerradas. El día indicado varias partidas de peones armados con palos, piedras, lanzas y cuchillos recorrían la ciudad matando a cuanto perro suelto se les cruzara; al día siguiente se recogían cientos de cadáveres caninos que, en carros atestados, eran depositados en algún descampado de los suburbios.
Siendo Bernardino González Rivadavia presidente de la República (1826), según relata en su libro J. A. Beamont, un viajero inglés que anduvo por estas tierras, sucedió que el primer mandatario “hacía su paseo a caballo por la ciudad con su escolta militar, cuando he ahí que un perro sedicioso y de mala ralea mordió en una pata al caballo del Presidente; encabritóse el animal, empezó a patear y desarzonó al Presidente, que cayó a tierra y rodó por el suelo, felizmente sin herirse. Este atentado a la dignidad presidencial se consideró tan atroz, que no era para expiarse con la muerte de un solo y miserable can. Toda la raza de los canes fue proscripta y se designó la mañana siguiente a su exterminación completa. Fue uno de los días de mayor animación y bullicio que presencié en Buenos Aires. Los amos de los perros, tomados por sorpresa, corrían de un lado a otro, en todas direcciones, buscando sus animales descarriados, y perros de toda clase muy mal heridos o apenas estropeados, andaban chillando por las calles; los ejecutores seguidos por bandas de muchachos, podían verse cumpliendo con amore su verdadera vocación, desde la mañana a la noche. La causa que se alegó para precipitar así la suerte de la raza canina, no puedo certificarla, pero he narrado el episodio tal como era corriente oírlo en la ciudad”.
· El extraño oficio de un perro porteño
En la década de 1860, treinta y tantos años después de la crónica que involucra al atildado Rivadavia, muy pocos porteños se acordaban de él; de Rosas, quien se instaló en el poder hasta que fue derrotado en Caseros, quedaban algunos pocos simpatizantes debidamente camuflados o transfugados y de las tenebrosas jaurías de perros cimarrones que habían asolado Buenos Aires, ni tan siquiera el mal recuerdo. La ciudad, transitando la segunda mitad del siglo XIX, superaba su aire de “gran aldea” y comenzaba a codearse con el mundo moderno en su afán de convertirse en metrópolis cosmopolita. En dicho escenario de transición, Guillermo Hudson, escritor y naturalista, nacido en estos pagos pero de ascendencia británica, escribió un libro inolvidable donde relata la insólita anécdota de un perro que observó pescando en las barrancas del Río de la Plata.
“Durante uno de mis acostumbrados paseos junto al agua, fui testigo de la extraña ocupación de un perro. Lentamente, un caballero seguido por un perro grande, llegó hasta la costa. El perro, saltando sobre las chatas y resbaladizas piedras, entre pozos de agua, llegó hasta mí, se sentó y clavó al mismo tiempo la vista en el agua. De pronto se lanzó al agua y se sumergió hasta desaparecer de mi vista. Seguidamente, reapareció, sujetando con las mandíbulas un gran sábalo de cerca de dos kilos de peso que dejó caer sobre la tosca. Una vez más, el can se zambulló y volvió a la superficie con un segundo pescado grande y lo dejó caer, como al anterior, en el mismo lugar, y así otras muchas veces, hasta que al rato se veían cinco tremendos sábalos aleteando sobre el ribazo. Muchos años después de este incidente, aún nadie me había asegurado que conocía o sabía de perros que cazaran peces.”
· Otros ámbitos, otras bestias
Quedan en el tintero otras muchas historias decimonónicas de animales que, valga la redundancia, hicieron historia. Por ejemplo: la plaza taurina que funcionó en Retiro a fines del siglo XVIII y que luego de la Revolución de Mayo fue habilitada sólo para efectuar corridas de toros sin cornamenta, lo que le privó del atractivo morboso que ofrecían tales eventos; las dantescas escenas provocadas por el rutinario sacrificio de reses en los mataderos urbanos, que inmortalizó alegóricamente el poeta Esteban Echeverría; de cómo un “enjambre” de vacas sueltas trotando por la ribera del Plata impidió una invasión de peligrosos piratas; la ordenanza que en 1828 prohibía galopar por el “centro” de Rosario los días domingo, según comentó Charles Darwin de paso por el villorrio; el desapego de los indios ranqueles por sus famélicos perros y, en cambio, el piadoso método que utilizaban estos aborígenes para sacrificar el ganado destinado a consumo; los horarios de trajín y de descanso que cumplían los estoicos bueyes que movilizaban las caravanas cuando cruzaban el ancho y largo país; las pullas que motivó la mula que montaba el gobernador Sarmiento; la leche al pie de la vaca, un servicio a domicilio que en Europa no se conseguía; el hecho de cómo salaban la carne los soldados de Simón Bolívar y por qué le decían “culo de hierro” al gran patriota venezolano; etcétera.
Y si de bichos menudos se trata, habría que inventariar varias historias más, menos conocidas aún: la creación de la Academia de Medicina en tiempos virreinales, con la misión sanitaria de determinar quienes estaban autorizados a administrar sanguijuelas a los enfermos, de manera de combatir el curanderismo; las tremendas plagas de langostas que asolaban cada tanto ciudades y campos; las peligrosas vinchucas que infectaban las postas que alternaban en los desérticos caminos, obligando a los viajeros a dormir a la intemperie; la repulsiva crónica que da cuenta de los piojos gordos que -según un inmigrante irlandés- comían algunos provincianos como “aperitivo” entre mate y mate; etcétera.
Pero, de esto hablaremos en otra Gragea a publicar más adelante, también dedicada a bestias, bestezuelas y bichos que hicieron historia.
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GRAGEAS HISTORIOGRÁFICAS
Año III – N° 28
Elaboradas por Gustavo Ernesto Demarchi, contando con el asesoramiento literario de Graciela Ernesta Krapacher, mientras que la tarea investigativa fue desarrollada en base a la siguiente bibliografía:
· Benarós, León: “El desván de Clío”; Fraterna, Bs. As. , 1990.
· Cicerchia, Ricardo: “Historia de la vida privada en la Argentina”; Troquel, Bs.As., 1998.
· Fondebrider, Jorge: “La Buenos Aires ajena”; Emecé, Bs.As., 2001.
· García, Juan Agustín: “La ciudad indiana”; Ciudad Argentina, Bs.As., 1998.
· García Hamilton, José I.: “Simón. Vida de Bolívar”; Sudamericana, Bs.As., 2004.
· Hudson, Guillermo: “Allá lejos y hace tiempo”; Pedernal, Bs.As., 1954.
· Mansilla, Lucio V.: “Una excursión a los indios ranqueles”; Cedal, Bs.As.,1967.
· Ortiz Chaparro, Francisco: “La seducción y el caos”; Mondadori, Madrid, 1992.
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