La pequeña burra resoplaba a menudo, demostrando con ello que su resistencia estaba mermando. El polvo del camino y los insectos impertinentes que intentaban meterse por los orificios nasales y en las orejas, aumentaban más todavía su nerviosismo y cansancio. Pedro se daba cuenta pero apuraba la resistencia del animal. Un tropezón en una de las piedras del camino hizo trastabillar a la frágil montura y por poco acaban los dos rodando por el camino. Eso convenció al jinete de la necesidad de bajar y buscar un lugar en el que poder descansar por un rato hasta que llegase la noche
De no ser por la pura necesidad que acuciaba en casa, no habría tomado el camino en medio de aquél páramo. La tarde quemaba nubes y el fresco se convertía en frío. Descargó del lomo del animal la manta de pastor y se envolvió en ella. Bajo tres carrascas que formaban a modo de cobertizo natural se instalaron, bebieron agua del cántaro que portaban y el hombre sacó del zurrón una hogaza de pan, un chorizo y una cebolla. Aquello iba a ser su cena.
Tumbó a la burra a la entrada del abrigo y él se parapetó detrás. Le echó en el comedero un puñado de cebada y se dispuso a cortar con su navaja rodajas de embutido. Las primeras estrellas brillaron entre las últimas vedijas de luz mientras daba un postrer bocado de cebolla seguido de un trago largo de la bota.
La alforja le sirvió de almohada y, enrollado en la manta, se juntó al calor de la panza del jumento.
Le vino la imagen de su pobre chico de dos años, al que le había crecido el vientre desmesuradamente y el médico de aquellas aldeas no encontraba remedio. Los otros cinco hijos siempre fueron sanos dentro de su pobreza, pero este fue melindre desde que nació.
Repasaba en su memoria las peripecias en la crianza de los hijos, para que no les faltase un bocado de pan que llevarse a la boca y pensaba en la soledad de aquel desierto que separaba su aldea de la de la bruja que debía darle el remedio para su chico, cuando, en la ya entrada noche, un sonido como de voz lejana o lamento de lobo le erizó el pelo de la nuca.
Aguzó el oído y tendió la mano hacia el animal instintivamente.
• ¡ iiiiiiiiiii......oooooooooooo!
El viento traía ese sonido, mezcla de voz y de aullido que le ponía la piel de gallina.
• ¡iiioooooooo...iiiiooooooooooooo!
Así, pero con alguna variante más, se repitió el quejido o grito lejano o aullido de lobo durante un tiempo hasta que, en un arranque de valentía y, al mismo tiempo, para huir del lugar, puso todo sobre la borrica y partió hacia donde parecía venir para tomar una determinación. Se fue orientando por el sonido y cada vez se escuchaba más claro.
• ¡Dios míííííííííííííoooooooooooooooooo!
Su proximidad hizo que pudiese determinar que la voz era de un hombre viejo. Arreó al jumento y gritó a su vez para que supiese, el que creía ser un necesitado, que la ayuda estaba cerca.
La débil luz de una pequeña fogata pudo orientarle hacia quien profería aquellos lamentos. El paso hasta él fue dificultoso, la burra sorteaba aliagas y espinos inmisericordes con sus patas y Pedro seguía hablando a aquel hombre mientras se acercaba.
Quién se sorprendió más de los dos al mirarse, fue difícil de asegurar.
Alumbrado por la trémula luz de la hoguera, un anciano harapiento y de piel blanquecina miraba atónito a su visitante. Ni recordaba la última vez que hubo visto a hombre alguno ni a borrico. No menor fue el susto del labriego al ver a quien parecía salir de algún sepulcro. Sus maceradas carnes esgrimían gruesas cicatrices y heridas aún sanguinolentas, aumentadas a la vista por el contraluz de la fogata.
Continuará
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