SOLO PROFESIONAL
"- Mire, doctor, fue el viento pardo...
El médico se enfadó".
(Ignacio Aldecoa).
Desde la séptima planta del hotel la avenida sólo era una hilera de puntos luminosos que desafiaban a la noche. Enfrente, un ejército de antenas plagaba la azotea del edificio más cercano, atiborrado de chimeneas y tubos de ventilación; y dos plantas más abajo, la silueta morena de la chica volvía a hacer acto de presencia… Acercó un poco más hacia delante el sillón con cuidado de no rebasar el límite con el ventanal y, una tarde más, se recostó cómodo a contemplarla. Era la segunda temporada que pasaba allí y seguramente repetiría hotel en sucesivas visitas a la ciudad: no le dejaba lejos de la zona de trabajo y, ahora con el descubrimiento de aquella belleza exhibiéndose sin pudor frente a él, sus ansias de curiosa admiración al menos estaban cubiertas. La chica siempre realizaba idéntico ritual, delatada por la luz trasera del baño e, ignorando ser observada, se desvestía cada tarde para entregarse a un relajante baño del que no era la única beneficiaria. Ya conocía cada uno de los pasos a seguir, la chica saldría del agua entre brillantes destellos de jabón, después se acercaría a la ventana con la toalla aún envuelta sobre la cabeza, para permanecer breves minutos oteando el cielo y las calles, desnuda, ajena e indiferente a otros ojos. Él se hundió precavido en el sillón sin poder evitar estirar el cuello en un gesto de atractiva curiosidad; desde que la descubrió no había faltado ningún día a la cita, aquella belleza exótica brillaba con luz propia en la íntima oscuridad de la noche. La mujer se giró con un contoneo suave de caderas, mientras se alborotaba el pelo; antes de desaparecer de nuevo por el pasillo dejó tras de sí un sinuoso vaivén que invitaba al ensueño voluptuoso… Él miró otra vez el reloj, no quería llegar tarde a la función de las once. El piano bar donde amenizaba la velada nocturna de los más trasnochadores no estaba lejos, pero también tenía derecho a emplear su tiempo libre en los pequeños caprichos que le ayudaban a refrescarse y -¿por qué no?- a soñar…
Aquella vez deleitó a sus contertulios con una suite clásica al piano, aunque aprovechó alguno de los momentos distendidos para amenizar el ambiente con temas antológicos de jazz, que eran en realidad los que le hacían disfrutar cuando tocaba. Desde que acabó la carrera de música había probado a ocupar alguna de las plazas de profesor a las que la gran mayoría de sus compañeros competidores opositaban, aunque sin éxito. Fue aquella propuesta de veranear en el extranjero al tiempo que trabajaba la que acabó por calar hondo en su espíritu inquieto de músico profesional. La primera vez fue en París, no era verano, pero este año volvió a repetir.
Sonaban los acordes tristes de “Insensatez”, una de sus bossas preferidas y la que destinaba para cerrar la primera parte del concierto y dar paso al intermedio, cuando distinguió al fondo del salón, por encima de las cabezas de los asistentes que llenaban las mesas, a la chica de sus fantasías… No podía dar crédito a lo que veía: estaba hablando con el encargado de los camareros en el mostrador, se la notaba inquieta, nerviosa, aunque sin perder un ápice de la distinguida elegancia que envolvía su figura. Movió con destreza los dedos para acelerar el final de la melodía, debía de encontrarse con ella a toda costa… Ya rompían los aplausos cuando se incorporó con un breve saludo a la concurrencia y, rápido, se dirigió hacia Olivier, en la barra…
-…Acaba de salir, marchó…
El pianista disimuló el malestar, aunque no su interés:
-¿Qué quería?
-Trabajo, buscaba trabajo. Pero aquí hace tiempo que no necesitamos bailarinas, tal vez tú en tu número… -el encargado sonrió con franca malicia.
-Tampoco sería mala idea! Anda, pónme una copa de lo mío antes de empezar…
No fue el último daikiri de aquella noche, pero tenía sus manos tan templadas como las cuerdas de un violonchelo y, cuando puso fin a su actuación, aún le quedaron arrestos para aguardar un poco más a que llegara el alba y degustar el café que preparaban en el restaurante de la Plaza. Los domingos le gustaba desayunar allí, mientras contemplaba los preparativos del mercado que se celebraba en el Boulevard, durante el fin de semana. Esa mañana se aventuró entre los puestos, el tumulto de gentes no le vendría mal para tener la sensación de que al menos había aprovechado el día, antes de retirarse a la habitación de su hotel para descansar de todo el esfuerzo infrigido.
Andaba cansado después de toda una noche de trabajo, pero no tanto como para percibir visiones… Justo donde el mercado se bifurcaba en dos, ensanchándose para dar cabida a multitud de tenderetes cargados de bolsos, pañuelos, ropa y otros artículos de regalo, reconoció el porte inconfundible de su chica… La suerte estaba de su lado, no podía dejar escapar esa oportunidad. Esta vez la siguió a media distancia, tenía que organizar un plan para abordarla, intentar contactar de alguna manera, hablar con ella sería un triunfo perfecto… Se preocupó de que ella no le encontrase la mirada cada vez que giraba en derredor, disimulaba entre diversos puestos para evitar posibles sospechas, hasta que la vio abandonar el mercado por una de las transversales. Fue detrás de ella acortando la distancia y, casi hombro con hombro, le dirigió la palabra en un chapurreado francés…
-¡Pardon, madmoiselle!
Ella se volvió con suavidad, amable, sin mostrar titubeo.
-La ví la otra noche en el Boulevard, trabajo en el Piano Bar…
-¿Entonces el encargado le dió mi recado? ¿va usted a contratarme…? –ella respondió ágil, al tiempo que se detenía para conversar con interés.
-Bueno, verá, yo…
-Le advierto que no encontrará a otra danzante igual, no se arrepentirá: nadie hará lo que yo hago, ¿señor…?
-…Sí, sí, Renato, puede llamarme Renato, por favor…
Era más bella aún en la realidad, sus facciones helénicas, marcadas y dulces, creaban un aura de exotismo que adornaba en cada uno de sus gestos, armónicos, leves y ligeros, transformándola en una diosa. También le llamó la atención su olor, aquella mezcla que se desprendía de entre sus ropajes y que no era sólo el resultado de un perfume, sino la fragancia natural que emanaba intrínseca del cuerpo de diosa que en tantas ocasiones él había contemplado en silencio…
-Le puedo asegurar, señor Renato, que sé hacer muchas otras artes además de danzar…
Siguieron avanzando juntos calle adelante, luego cruzaron a la otra acera. Él se esforzó porque el hilo de la conversación no perdiese el inusitado interés que ella le había otorgado de forma tan espontánea…
-La verdad es que puedo hacer que… Puedo hablar para tratar de que ese espectáculo salga adelante. No le puedo prometer nada, aunque… me gustaría saber lo que realmente usted hace, señora…
Ella se detuvo en seco, le tocó el antebrazo con su mano ensortijada de dorado color, antes de pronunciar su nombre: ¡Dafne!
Debió de notar el extraño gesto de asombro del músico y, con una gran sonrisa de dientes blanquecinos, le musitó acercando el rostro al de él:
-…Dafne, para usted…
-Bello nombre, Dafne, bello…
-Soy una mujer comprometida, oiga, pero puedo y sé hacer otras cosas… No va a encontrar a nadie que haga algo igual, señor Renato…
Ya se habían adentrado en la rue du Chemin vert, cuando ella se detuvo en un portal e hizo ademán de entrar, como si hubiera llegado a su domicilio. Renato sabía que estaba actuando, que no vivía en aquel lugar, pero le siguió la corriente…
-Bueno, Dafne, después de que hable para tratar su caso me gustaría volver a verla, entonces…
Ella empujó la puerta, que estaba abierta y le guió tras el amplio vestíbulo que conducía a un enorme patio interior. Renato la siguió como un colegial amaestrado, sorprendido ante el conocimiento que la mujer tenía de aquel lugar, hasta la parte trasera donde el hueco de la escalera permitía un recogido habitáculo lo suficiente ancho para dos personas. Allí, posó el pequeño bolso de mano en el suelo y se acercó hasta pegar su cuerpo al de él…
-Soy una mujer comprometida, pero se lo agradeceré, puedo y sé hacer…
Era una mujer muy alta, sus ojos alcanzaban casi la altura de los de Renato. Él sintió como todo su cálido aliento le despertaba el deseo y, sin encontrar oposición, le rodeó el talle con los brazos, podía sentir el palpitar de sus pechos bajo la blusa que ella misma se desabrochó con fina destreza; luego la besó despacio…
Se prometió a sí mismo que no sería aquella vez la última. A pesar de que había descubierto su juego no podía desvelar el suyo, había de seguir disimulando, dejándole a ella la batuta para que apareciese a su antojo, aprovechando cuando ella decidiese el momento de la entrega. Las palabras de Dafne aún resonaban en sus oídos, al despedirse e intentar cerrar la próxima cita...
-Eres un sentimental, demasiado... Hay que ser profesional.
No volvieron a verse más en aquella temporada, pero Renato sabía que ella reaparecería como las diosas, de repente, sin brusquedad, en la próxima temporada.
Sin embargo, de regreso a Barcelona, poco imaginó Renato que sus planes se irían al traste de igual forma que se fue la agencia de contratación que requirió sus servicios como músico en París. El director de la agencia se jubiló por enfermedad y la empresa se declaró en quiebra; ni siquiera sus hijos y cuñados le supieron dar continuidad, más preocupados por la batalla legal de la suculenta herencia. De la mano de aquella compañía italiana se había atrevido a dar el salto y marchar de su Turín natal para abrirse futuro en la vanguardia musical de una Europa que aún creía en la utopía del arte, al menos ese fue su impulso inicial. Ahora, sin embargo, la realidad mostraba el lado amargo del hambre y la miseria que dificultaban el latir espontáneo de la sensibilidad artística. Los ahorros obtenidos de los conciertos de París apenas bastaron para subsistir durante unas breves semanas; luego tuvo que establecer obligadas prioridades. Abandonó el piso de alquiler por una habitación en la zona centro, cercano a las transversales de las Ramblas, de precio más acorde a su incierto mañana.
En cuanto dejó a deber dos mensualidades seguidas fue el propio casero quien le sugirió una posible alternativa para paliar convertirse en un moroso empedernido. Se le encontró una tarde en el rellano de la escalera cuando regresaba a la habitación: como si hubiera estado aguardando su llegada, nada más verle, mientras pelaba una manzana con un afilado cuchillo de cocina, enseguida apostilló...
-¿Tú conoces París, no? Te lo he oído decir alguna vez...
-...Sí, claro que sí, lo conozco.
-En ese caso hay arreglo, amigo, sólo tienes que preguntar por monsieur Argos... Dos días te serán suficientes... -el casero se incorporó ocultando una media sonrisa de soslayo- Me caes bien, pero no puedo consentirte la tercera falta... Pregunta por monsieur Argos de La Maison Carrée, en París, no lo olvides...
El casero desapareció escaleras arriba. Cuando entró en su habitación escuchó de nuevo los pasos precipitados del casero hacia abajo. Instintivamente recogió una de las botas de montaña y se sentó a los pies de la cama; intentaba aclarar sus pensamientos ahora que el hambre aún le permitía tregua, mientras extraía un manojo de billetes envueltos en un plástico del doble forro del tacón... No iba a poder alargar aquella situación mucho tiempo más. Contó los billetes una y otra vez, tenía lo suficiente para ir y volver de París, no había otra salida para aquella muerte lenta...
Cuando llegó al aeropuerto de Orly indicó al taxista que le llevara directo a La Maison Carrée con intención de situarse lo antes posible; el tiempo apremiaba, así que no podía malgastarlo. Se trataba de un selecto club de alterne con espectáculos en vivo. Comprobó que no andaba demasiado lejos de su antiguo hotel, apenas seis o siete paradas de metro; se apeó del taxi y continuó a pie hasta la primera boca de metro, aún era pronto para que abrieran los locales nocturnos, por lo que se dirigió a descansar, más tarde era probable que lo agradecería. Se pidió la misma habitación de siempre en la planta séptima. Sin conciertos ni contratos que cumplir se le hacía raro estar paseando en solitario por París, incluso aquella habitación ahora se le antojaba más vacía y triste que en ocasiones precedentes. Se asomó al ventanal con cierta precaución, aunque todavía era pronto para que su atractiva vecina hiciese acto de aparición; ansiaba ese momento, a pesar de que esta vez no podría estar allí aguardándola debido a los imperativos de su nueva y urgente misión. Apenas dio una ligera cabezada antes de ducharse para salir de nuevo hacia La Maison Carrée.
Las calles bullían de gentes, podía notarse su concurrida afluencia en el metro, tardó más de lo previsto hasta llegar al Club, que ya lucía sus puertas entrabiertas y dejaba salir los sonidos de una música ambiental excesivamente alta. El matón que velaba la entrada ni inmutó su hierático gesto cuando Renato traspasó el umbral de los grandes cortinones granates. Dentro imperaba un animado bullicio entre las luces tenues de las mesas, previo al comienzo de la sesión; leyó en uno de los pasquines: “Misterio y exotismo de las Danzas orientales, única función”. Una de las camareras se le acercó sosteniendo en una de sus manos la bandeja repleta de vasos, a punto de rebosar:
-¿Deseas algo, cielo, díme...?
Su mirada tornó en mueca cuando le preguntó por el señor Argos y, sin pestañear, desapareció por la oscuridad del pasillo, rígida, como si hubiera encajado algún golpe invisible... No tardó en verla regresar de nuevo sin la bandeja, acompañada esta vez de un elegante muchacho de rasgos orientales, trajeado como un diplomático occidental, aunque con un aire más moderno y desenfadado que el de los encorsetados políticos de turno. La chica hizo un gesto con la cabeza hacia él, señalándole, luego desvió sus pasos hacia las mesas; ya se respiraba el inmediato comienzo de la función y la música ambiente bajó despacio el volumen. El joven chino se aproximó hacia él hasta que pudo distinguir las facciones rasgadas de su rostro, al tiempo que hacía gala de un perfecto acento del idioma...
-¿Ha preguntado usted por monsieur Argos?
-Sí, así es, he de hablar con monsieur Argos...
-Entonces sígame, por aquí... -el chino le llevó de una sala a otra, sorteando mesas y pasillos. Renato se apercibió de que aquel local se componía de varias salas destinadas a diferentes actuaciones, pero todas a su vez orientadas hacia la pista principal donde el espectáculo estaba a punto de iniciarse. Las luces se apagaron justo cuando el muchacho le invitó a tomar asiento en una de las mesas que en un pricipio supuso más apartadas, pero que al encenderse los focos del escenario enseguida comprobó que pertenecía a una especie de palco privado que presidía el salón- ...Aguarde un momento, por favor...
El elegante muchacho no tardó en volver junto a un corpulento gigante calvo, entero vestido de negro, sin duda se trataba del misterioso señor Argos en persona; pronto resolvería el enigma que tantas cábalas le venía obligando a realizar desde que decidió emprender aquel viaje de locos hacia una aventura de resolución desconocida. Se sentaron ambos, uno a cada lado. Renato hizo ademán de tender la mano al señor Argos, pero el chino le recriminó el saludo con un susurro cercano en su oreja izquierda...
-Monsieur Argos no habla con nadie. Debe usted estar atento, amigo...
La música expandía en la sala sus tonos de sugerente colorido, mientras un halo de humo artificial recreaba una atmósfera irreal de la que surgían las figuras de dos bailarinas contorsionando sus cuerpos cubiertos de velos transparentes. Renato observó con disimulo el cercano perfil del señor Argos que, inmutable, contemplaba la función, ajeno incluso a su presencia. Su calva brillaba en la oscuridad y, por detrás del cogote, en la terminación con el cuello se amontonaban unas protubernacias de carne a modo de michelines que a Renato le semejaron excedentes de sebo cerebral... Habría sonreído por la ocurrencia sino fuera por el gesto continuado de atención que el tal Argos imprimía a su rostro, con un grado exacerbado de autocontrol que daba la impresión de no existir nada en el mundo capaz de poder asombrarle. Ni siquiera se dió cuenta del estremeciento que a Renato le recorrió de arriba a bajo cuando volvió la vista al escenario y contempló el sinuoso movimiento de las bailarinas... ¡Una de ellas no era otra sino su bella vecina de ensueño! Se preguntó si ella también le habría reconocido o tal vez ni siquiera ya se acordaba de él... La danzante -como a ella misma le oyó expresarse- por fin había encontrado un lugar de trabajo donde desarrollar su arte.
Fue un codazo del chino en su costado izquierdo lo que le sacó del ensimismamiento.
-...Coja eso, cójalo!
Ahora cayó en la cuenta de que el enorme calvo había dejado resbalar algo debajo de su mantel, era un sobre abultado. Lo abrió debajo de la mesa, palpó los billetes, eran muchos...
-No preguntar... -apostilló el chino, adivinando la intención de su impulso- Argos no habla, nadie conoce a Argos. Quien pronuncia su nombre debe cumplir y obedecer, no preguntar...
Por primera vez Renato le encontró un defecto de pronunciación al oriental, tuvo la sensación de que aquellas palabras representaban las fases de un ritual que a partir de ese instante impedían cualquier tentativa de retroceso. Unos sudores fríos se posaron sobre sus hombros, sus piernas flaquearon por un momento, a pesar de estar sentado y, por su espalda, se deslizó un escalofrío que le obligó a ponerse en alerta.
Las bailarinas se contorneaban arrastras por el suelo, girando los velos de colores en círculos y en espiral, alternándose, al ritmo de la música que ahora se tornaba tradicional, de reminiscencias folclóricas y que, en un cambio de iluminación, cobraba nueva dimensión con un estilo diferente al que ya no pudo prestar la debida atención más preocupado por el siguiente gesto del grandullón que se sentaba a su derecha. Esta vez percibió con claridad el objeto que el señor Argos ocultó bajo su mantel, aunque hubiera preferido no haberlo distinguido si se trataba de lo que estaba temiendo... Otra vez el chino elegante le hincó el codo instándole a recogerlo. En efecto, se trataba de un revólver con silenciador incorporado... Ya iba disipando a grandes pasos sus dudas sobre la manera de resolver aquel problema que le embargaba el ánimo y que, ahora a la vista del calibre que tomaban los acontecimientos, aún le parecía de consecuencias más catastróficas.
Se giró inquisitivo hacia el gigante calvo, le habría gritado su descontento con agresividad, volcando su enfado descomunal; le habría golpeado su nariz chata, sebosa y brillante, hasta hacerle soltar una palabra, al menos una sola; quería escuchar un suspiro, una exclamación, algo que le aclarase, que le hiciera sentirse humano... Pero el endemoniado chino le incordiaba a la perfección en su papel de intermediario final.
Las chicas danzantes ya se despedían alejándose por la pasarela entre el espeso humo de colores que de nuevo volvía a extenderse sobre el escenario y la música alcanzaba un clímax ensordecedor. Renato no podía atender, había perdido de vista a Dafne y multitud de interrogantes se le agolpaban ahora en forma de entumecimiento y sudor, incapaz de centrarse sobre una sola de las conjeturas que se le avecinaban. Esta vez el chino chocó brusco su pierna contra su muslo izquierdo... Le tendía otro sobre por debajo de la mesa que Renato estropeó al intentar abrirlo: fotos, eran dos fotos. Las dos del mismo tamaño; una de cuerpo entero, de un hombre trajeado con maletín a la puerta de unas escalinatas; y la otra de medio cuerpo, donde podía distinguirse la fisonomía de su rostro sin posibilidad de error. Detrás de la primera fotografía pudo leer un lugar y una hora... Tenía que ser mañana, no había elección.
El señor Argos se levantó no sin cierta dificultad, firme, pero pesado, sin haberle dirigido una mirada siquiera una sola vez durante aquella incómoda velada, para desaparecer tras las cortinas oscuras de uno de los pasillos laterales. Al muchacho chino le tenía enfrente, de pie, al otro extremo de la mesa, amachambrando la lección para asegurarse de que quedaba bien aprendida:
-No preguntar. Nadie conoce su nombre, nadie pronuncia...
Renato supo que para él la función había acabado, recogió sus nuevas pertenencias y salió sin prisa, intentando asumir en cada paso el cariz de las nuevas responsabilidades recién adquiridas; sabía que no podía fallar, que sería lo último... O mañana o el final, no quedaba más tiempo.
Apenas pudo conciliar el sueño aquella noche. Hasta que a la mañana siguiente no dió con el lugar de la foto no encontró el resto de sosiego que aún no le había robado el cansancio; luego almorzó algo ligero en uno de los restaurantes del otro lado del puente. Mientras tanto, estudió la zona una y otra vez, repasando en su mapa mental cada uno de los detalles del plan de acuerdo a un análisis concienzudo y riguroso, de profesional; luchó consigo mismo a fin de apagar todo atisbo de duda o inseguridad, no podía permitirse vacilar ni temblar, le iba la vida en ello... Recordó las palabras de Dafne:
-Sí, profesional... -se repitió a sí mismo.
Aguardó las horas restantes junto al aparcamiento de bicicletas, al comienzo de la plaza, antes de las escalinatas que conducían al barrio latino. Desde allí, apoyado en la barandilla, disponía de una panorámica idónea para ver llegar a su objetivo. No fue hasta pasadas las nueve de la noche cuando le distinguió desde lejos; no llevaba maletín sino un bolso de mano, pero no cabía duda de que se trataba del mismo hombre de la fotografía. Salió del edificio anexo al banco, de las oficinas probablemente, pero eso a él le traía sin cuidado. Avanzaba a paso lento por el puente, despreocupado, tal vez deseoso de estar entre los suyos una vez finalizada la jornada... Renato sujetó la pistola debajo del abrigo con un gesto mecánico de sus dedos que de no acabar pronto se convertiría en tic nervioso; quería alejar de su pensamiento toda sensación, no pensar, no preguntar, sólo actuar, sólo profesional... Visualizó la foto, en un intento vano de acallar pensamientos o sentimientos, ya no sabía distinguir. El hombre había cruzado el puente y ya rebasaba la hilera de bicicletas aparcadas. Al pasar frente a las escalinatas se detuvo como si buscara algo en los bolsillos de la gabardina y, de pronto, se desvió para seguir el borde del río, iba hacia él... Aquello no entraba dentro de lo previsto, no disponía de más tiempo, así que cuando el hombre pasó a su lado, sin prestarle atención, Renato aguardó unos segundos más antes de ir tras él. Se ayudó de las dos manos para sujetar mejor el arma... Al llegar a su altura el hombre se giró con un movimiento leve de cabeza y Renato aprovechó para descargarle cuatro tiros seguidos en el pecho. El hombre se dobló y cayó al suelo hecho un ovillo junto a la baranda del puente. Renato empujó el cuerpo con los pies hasta que oyó el impacto con las aguas oscuras del río; luego, se alejó a paso apresurado hacia las calles del centro.
Deambuló durante horas como un vagabundo en la noche, excitado y nervioso, sin dirección fija. Tiró la pistola, caliente todavía, en un contenedor de vidrio y rompió las fotos en pedazos para luego ir despojándose de sus trozos a medida que caminaba. Sus pasos cansados le condujeron hasta el boulevard, enseguida reconoció la avenida; no sabía por qué motivo había enfilado la calle por la acera contraria a su hotel, pero tampoco se extrañó de hallarse frente al portal de su exótica bailarina. Se detuvo allí sin saber con certeza lo que hacía, aunque en el fondo era el primero en presentir la intención de sus deseos más ocultos; sólo que no tenía dominio sobre ellos, algo había cambiado en él desde que apretó el gatillo, sus actos parecían no pertenecerle... Necesitaba desahogar aquella sensación que le enajenaba, deseaba estar con Dafne, volver con ella... Se sintió tentado de tocar el timbre, le urgía oir su voz, pero se contuvo, aguardó inmóvil junto al portal, hasta que un vecino salió seguido de un perro caniche, lo que aprovechó para acceder adentro. Nunca antes había estado allí aunque le orientaba la noción de que eran dos alturas menos que las de su hotel; subió despacio las escaleras, agarrado al posamanos, preocupado porque el crujir de la madera vieja no rechinara en exceso. Cuando llegó al último piso se encontró solamente una puerta, eso le ayudó a despejar cualquier duda, no podía equivocarse: era allí... Por unos instantes se entregó a imaginar su reacción, sin duda ella se sorprendería, le invitaría a entrar y, si ella vacilara o se mostrara reaccia, él insistiría, requería tanto de sus atenciones...
Se acercó a la puerta para llamar cuando un ruido estruendoso le dejó paralizado, con los nudillos a medio camino: aquello era un disparo... Luego se oyeron pasos rápidos al otro lado y, de repente, la puerta se abrió de golpe. Dafne salió en ropa interior con un arma en la mano, al verle lanzó un chillido agudo y, asustada, brincó escaleras abajo. Renato pudo distinguir al fondo del pasillo el cuerpo del joven chino tumbado en el suelo, con un reguero de sangre sobre la camisa blanca. Abajo sonaron abrir y cerrar de puertas. Renato retrocedió, sin reaccionar aún ante la sorpresa, se tropezó al tratar de girar para bajar por la escalera, soltó el posamanos y aceleró los pasos cuando se topó con un vecino que había salido al rellano del piso inferior al oir el estruendo. Descendió deprisa los escalones y salió corriendo del portal al tiempo que otro hombre de sombrero bajo casi choca contra él cuando se disponía a entrar. Escuchó gritos detrás, mientras corría como un desesperado en pos de Dafne; la muchacha también corría semidesnuda al final de la calle, pudo ver cómo se introducía en el interior de un automóvil.
No fueron sus fatigadas piernas las que fallaron, sino aquel bulto que surgió de repente de la esquina e interceptó el ritmo endiablado de la carrera, casi frente al vehículo. Renato rodó por los suelos como un títere sin equilibrio, hasta golpearse el rostro con el duro asfalto de la calle; luego, le cayó encima el peso del fornido policía que, sujetándole los brazos atrás, intentaba esposarle, mientras otro agente, a juzgar por la posición de sus gastados zapatos, le apuntaba con un arma. Con una rodilla clavada en la espalda le retorcía las manos, le hacía daño, debía haberse roto algunos dedos, no los notaba. Al poco llegaron más policías, desde el suelo distinguió al hombre del sombrero con quien estuvo a punto de chocar... El inspector se arrodilló junto a él, le alzó de la cabellera y, al tiempo que le escrutaba, se dirigió a los demás en un tono ronco de aguardiente:
-Os lo dije, siempre terminan por regresar al lugar... ¿Estás bien, niña?
-Sí, gracias, inspector... -contestó tras la ventanilla del coche una bella Dafne en paños menores, aún jadeante por la huída.
Renato entornó los ojos en un gesto dolorido hacia quien le atenazaba los cabellos. Dafne continuó el relato pormenorizado de los hechos, ahora arropada por la compañía de sus compañeros...
-...El chino intentó propasarse, se puso violento. En el forcejeo descubrió la pistola y la placa. No tuve otro remedio, si no disparo me habría roto el cuello... A él le conozco, estuvo esta tarde en el local con el chino, hubo intercambio, pero no sé muy bien qué pinta dentro de la trama, señor...
El inspector cerró tajante aquella improvisada intervención:
-Llévensele a la Jefatura, a ver qué le sacan. Y tú véte a descansar, niña, te hará falta.
-Sí, señor, queda mucho que limpiar, demasiados aficionados...
A Renato le fue imposible escuchar el último comentario de su adorada Dafne, le conducían a empujones hacia el vehículo policial. De un local cercano salían las notas inconfundibles de “Insensatez”, al instante percibió que la melodía desafinaba en uno de sus acordes e hizo intención de girarse hacia atrás para atender mejor. A él no podría ocurrirle eso, era... un profesional. La música siguió sonando mientras se alejaba, desafinada...
El autor: LeeTamargo
http://leetamargo.blogia.com
* ”Es una Colección de Cuadernos con Corazón”, (c) Luis Tamargo.-
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